10.11.21

Primeras páginas de «Renacen las sombras» (Editorial La Huerta Grande, Madrid, 2021)

Pinchando en la imagen podrán leer las primeras páginas de mi nueva novela, Renacen las sombras (Editorial La Huerta Grande, Madrid, 2021):




entradas anteriores

16.4.21

Mi hoplita

Este hoplita me acompaña desde hace más de quince años porque con él quiero siempre recordar que Sócrates fue uno de ellos; aquello que se podría considerar la clase media ateniense cumplía sus obligaciones militares como hoplita, porque era la clase que se podía pagar la lanza, la espada y el escudo (hoplón) por el cual era reconocido este ejército. Mi hoplita, del siglo V a.C., sigue metido en su envoltorio, como corresponde a todo gadget que se precie, tiene su espada guardada, carece de lanza y el casco impide conocer sus rasgos, así que si me lo encontrara por allí sin él puesto no sabría que se trata de mi hoplita.
Me acordé de él cuando vi 300, película basada en el cómic de Frank Miller, y no dejó de impresionarme (para bien y para mal) por varias razones. Una de ellas son los efectos especiales que tanto me gustan y que aquí son impecables; otra es por la no tan ingenua tergiversación de la historia, en la que Jerjes es negro y drag queen (y encima se pone a la cabeza de su ejército, al descubierto, sin protección), los persas unos bárbaros, los oráculos bailan como en videoclip, la clase sacerdotal es leprosa, y los espartanos son unos modelos de revista sensibles, valientes y civilizados, cosa que, no lo dudo, pudo haber sido así. Pero, ¿los persas presentados como unos bárbaros? Persia era una cultura envidiada por Grecia por su refinamiento y sofisticación; la Persia de Ciro el Grande era el modelo a seguir y no en balde Alejandro quiso hacerse dueño del territorio que una vez perteneció a los aqueménidas. Así que me parece otra visión etnocéntrica y racista de Hollywood cuando presenta a los persas como esos dañados y feos seres mientras que Esparta (¡la Esparta que eliminaba bárbaramente a sus hijos deformes y estaba encantada con la esclavitud!) es ese lugar donde la justicia es tan amplia que hasta las mujeres podían hablar en la asamblea de la polis. La historia hecha añicos en beneficio de la ideología. Como siempre.

11.4.21

McCarthy y la lectura superficial

La Carretera
Cormac McCarthy
Confieso que cada día atesoro menos (buena) disposición para leer cierto tipo de libros, y tengo plena conciencia de que puede tratarse de un problema lector que me concierne a mí, y no a los libros que ya no quiero leer. Por varias razones: porque no los entiendo; porque los entiendo y no entiendo qué es lo que les celebran tanto; porque cada vez que me los pongo delante de los ojos se me cierran, como huyendo de un discurso que nada me dice. El aburrimiento es libre y por eso cada uno de nosotros tiene derecho a entretenerse con lo que le plazca, desde el horror de los grandeshermanos (que han hurtado obscenamente una excelente idea narrativa de Orwell) a las consideraciones lógicas de Wittgenstein o los chistes renacentistas de Leonardo. Diciendo esto no quiero escaquearme como un caballo de ajedrez para no enfrentar el asunto sin tapujos: quizá lo que ocurre es que cada vez somos más superficiales, narrativamente hablando, cuestión que de ningún modo me quita el sueño.
Porque si tener esta sensibilidad narrativa significa tragarse completo el tostón que es La carretera, la premiada (y alabada, y consentida, y celebrada y añoñada) novela de Cormac McCarthy, pues prefiero seguir disfrutando de las vicisitudes de las expulsadas fábulas entre Nueva York y las tierras natales, la verdad. Y es que esta novela de McCarthy tiene más de doscientas páginas de texto plaano y leeento, de discurso aparentemente apocalíptico, más bien apocaestítico, que te obliga a seguir a un padre y a su hijo por un Estados Unidos devastado por el invierno nuclear. Quizá como relato la anécdota habría sido más efectiva, porque es meollo insuficiente para el universo de la novela, pienso, y puedo estar equivocado.
Este libro no es para mí (cuando leí Todos los caballos bellos la cosa mejoró un montón). El libro ha tenido su éxito merecido entre los lectores entusiastas y los críticos profundos; pero creo que deberían poner una advertencia para los lectores banales como yo: «Manténgase alejado de los videojugadores, hiperquinéticos crónicos y de los que ya vieron la maravillosa The Straight story, de Lynch». Quedan advertidos. Después no se quejen. Como yo.

9.4.21

El síndrome Bayard

Bueno, más que un síndrome, es una mala costumbre. Hablar -mal- de los libros que no se han leído, porque no te gusta el título, o la portada, o -la excusa más socorrida de todas- porque no te cae bien el autor. A lo más que puede uno llegar cuando no te cae bien un autor es a no leerlo; pero decir que sus libros "son malos" (apreciación tan válida como subjetiva) sin leerlos es uno de los pináculos de la memez humana.

Lo insólito es que hay un montón de gente así, y uno mismo puede perfectamente incurrir en esta fea costumbre si se descuida y deja que la cuota de soberbia exceda los límites normales. Para disimular esa maña, Bayard ha escrito ese divertidísimo libro, instructivo y pícaro al mismo tiempo, Cómo hablar de los libros que no se han leído, que es algo así -también es algo así- como un manual de instrucciones para quedar bien cuando no tienes ni idea de algún título pero igual quieres impresionar a tu interlocutor. Pero, ojo, que nadie se tome demasiado en serio sus consejos; o sí: no lean el libro, para qué, con el título es suficiente. Digan que lo han leído y que lo han pasado en grande, o escandalícense y condenen a la hoguera de la ignominia a semejante autor que se atreve a jugar con las cosas de comer.

En el fondo, la solución menos angustiante, y la más sabrosa, es sentarse con paciencia y comenzar a leer aquellos libros que nos llamen la atención; y no hay problema, si el trabajo no lo exige, en dejar de lado aquellos que no nos interesen por cualquier razón que, en el caso de un lector libre de compromisos, cualquiera vale.

Pero, por favor, no sean tan estúpidos como para pavonearse delante de los que sí han leído un libro, emitiendo juicios de valor que, de valor, más bien poco. No hay nadie más ridículo, triste (y, por qué no decirlo de manera más dura, despreciable) que aquél que denigra algo con la simple fuerza de su ignorancia.

Para esos, seguro que san Agustín ya ha reservado un lugar especial en el infierno. A menos que el infierno sea una democracia, y en él no haya lugares especiales.

entradas anteriores

7.4.21

Escritores en Scotland Yard

Es una ocasión maravillosa cuando un ciudadano normal o un funcionario levanta el vuelo literario sin darse cuenta, a causa de una impresión estética que perturba su vida cotidiana. Cuando eso ocurre, el mortal que nunca ha sido ni quiere ser artista, el mortal que no sabe que Baudelaire compara al poeta con el albatros caminando torpemente pero majestuoso y veloz en el aire; el mortal que ve pasar sus días de manera uniforme y con comodidad se convierte a su pesar y en su inconsciencia en el mejor instrumento para describir lo sublime si se le presenta la oportunidad adecuada.

Le ocurrió a las cinco de la tarde de un quince de enero, según contaron los periódicos, al pacífico jubilado George William Colmes cuando vio unos dibujos de John Lennon; y no supo hacer otra cosa sino ir a cantar sus loas a la policía:

«Al pasar por delante de la galería me he dado cuenta de que se exponían los trabajos de John Lennon... He visto las litografías... Y me he quedado horrorizado. Eran caricaturas que reproducían relaciones sexuales de naturaleza repulsiva. Me ha disgustado francamente el hecho de que una mujer fuese retratada en semejantes posturas. Yo mismo me he sentido contaminado por la simple observación de esos dibujos. Si pienso que mi madre o mi mujer... me pregunto adónde ha ido la decencia».

La perversión de Maupassant no habría elegido mejor las palabras; la húmeda sensualidad de Anaïs Nin no habría sabido colocar las imágenes con más acierto: «Yo mismo me he sentido contaminado por la simple observación de esos dibujos», «si pienso en mi madre...», ¡que pillo! Casi dan ganas de no ver los dibujos porque las palabras son más estimulantes. No; mejor leer la lúbrica descripción de Scotland Yard:

«Las litografías ilustran la relación de Lennon con Yoko Ono, su matrimonio y su consecuente actividad sexual. Los dibujos describen los siguientes actos: 1. Yoko Ono hace una felación a John; al dorso está el título: El instrumento de John en la boca de Yoko. 2. John le hace un cunilingüis a Yoko. 3. John tiene relaciones sexuales con Yoko; al dorso leemos: “John posee a Yoko por detrás”. 4. Alguien ejecuta un cunilingüis a Yoko mientras otra figura le besa el seno. 5. Las otras cuatro litografías contienen a Yoko en una posición en la que exhibe la vagina».

Pero qué maravilla; el marqués de Sade palidecería de envidia y a uno le dan ganas de leer el periódico con una sola mano: es que cuando la policía se lo propone, puede hacer prodigios. ¡Cuánta literatura se esconderá en los archivos de las comisarías!

4.4.21

Cuentos chinos

Cuando lo leí hace años, el libro de Andrés Oppenheimer («Editor para América Latina de The Miami Herald», pone en su tarjeta de presentación), me atrajo de inmediato por su subtítulo, en parte por las cosas que andaba investigando en esos tiempos: El engaño de Washington y la mentira populista en América Latina. Pues resulta que el periodista argentino ha viajado por Latinoamérica y por varios países de Europa y Asia, como Irlanda, Polonia y China con la curiosidad de saber cuáles han sido las causas de la prosperidad capitalista de unos y el fracaso económico de otros (los otros, cuándo no, somos nosotros los de eso que llaman malamente América Latina). El libro me deparó muchas horas de entretenimiento, porque no paré de objetar en mi cabeza algunas ideas, y refutar muchas de sus frases: no se puede decir que la postura Oppenheimer sea ambigua: trabaja en el Herald, y eso ya es un grado. El libro me resultó tendenciosón, aunque se sustenta en una buena bibliografía y en las entrevistas que fue haciendo durante sus viajes y, cómo no, en la larguísima experiencia del autor como analista y periodista de América Latina (posee un Pulitzer, un Ortega y Gasset y un Rey de España, que no es moco de pavo). No se puede decir que es un paracaidista, pero a veces comete errores que hubieran sido fáciles de subsanar y que afean la veracidad de su discurso. Doy un ejemplo enano y baladí: cuando habla de Venezuela (porque le dedica el capítulo 8 completo, que leí en primer lugar: Venezuela: el proyecto narcisista-leninista) y se refiere a los cambios nominales que el gobierno impuso y que entonces no habían afectado aún a los nombres en Caracas, dice textualmente: «De hecho, tampoco había metido mucha mano en los nombres de las calles de las zonas más populares de la Caracas del Oeste, como Catia, Petare o El Centro» (p. 252). Cualquier caraqueño lo habría sacado de su error: Petare está en el este, El Centro es una denominación demasiado ambigua para referirse a, entre otros, La Candelaria, Altagracia, San José, La Pastora, La Hoyada, El Conde y Quinta Crespo. Es como si llamáramos, aquí en Madrid, El Centro a Sol, Latina, Tirso de Molina, Santa Ana y Huertas, por decir algunas de las zonas de lo que entendemos como el downtown tradicional de la capital española. Estos gazapos los pude detectar cuando leía sobre Venezuela y porque viví once años en Caracas; ¿cuántos más habrá en los capítulos dedicados a México y Brasil (en el caso de Argentina, supongo que no)? No son más que detalles tontos (bueno, ni tanto...), que no afectan el grueso del ensayo, pero que molestan de veras y siembran la perniciosa semilla de la duda. Aparte de que muchas de las afirmaciones que hace lo levantan a uno de la silla por generalizadoras y un poco discriminantes, y tal vez ustedes digan que son tonteras de un mundo hipersensibilizado con la corrección lingüística, y lo acepto. Pero si no cuidamos el lenguaje, ¿qué más podemos cuidar para salvarnos? Si pueden, y les apetece, léanlo; por lo menos se divertirán un montón discutiendo con unas páginas que no les van a contestar.

entradas anteriores

2.4.21

Los ricos, al natural

cada vez que (re)leo la Historia natural de los ricos, de Richard Conniff, gozo un puyero porque el libro está a medio camino entre el chisme y la antroplogía. Repasa el modo de vida de los ricos de siempre, Ari Onassis, Jackie, etc., y describe las formas de vida de la gente muy rica, sus gustos, sus manías, y cómo tratan —al igual que los demás seres vivos del mundo animal— de llamar la atención de la manera más efectiva posible. No basta con tener mucho dinero, hay que demostrar que se tiene el poder que da el dinero. Claro, como que el dinero es metáfora de la energía. Y aunque se gastan grandes cantidades en obras de beneficencia, lo hacen porque saben que mientras más grande es el esfuerzo, más famosos y respetados serán, aunque ese esfuerzo sea un espejismo. Conniff cuenta cómo Ted Turner se hizo famoso con una enorme (aunque aparentemente ficticia) donación que representaba un trozo considerable de su propia fortuna; y cómo, al mismo tiempo, una donación parecida de Bill Gates —irrisoria en comparación con los millones que atesora— produjo todo lo contrario, rechazo, y acusaciones de tacañería. Y es que en el mismo uso de los diminutivos de sus nombres —Ari, Jackie, Ted, Bill— demuestran una cercanía que vela con morbidez todo el poder que manejan y el dominio que ejercen sobre los demás. El libro me recuerda un documental que vi una vez en el que las leonas del grupo cazan un antílope y lo ponen a disposición del macho dominante, que come hasta hartarse sin que nadie pueda siquiera acercarse a lamer un poquito de sangre. El egoísmo del macho alfa es tal que, para que nadie pueda comer mientras él duerme, coloca el hocico sobre el cadáver y reposa esperando a que le vuelva el hambre. Solo los cachorros son lo suficientemente estúpidos o inexpertos para acercarse a jugar con los restos que el macho ha dejado, arriesgándose a que despierte y los destroce de un zarpazo.
Este es un libro delicioso de leer, aunque a veces se haga un poco pesado, por lo banal, y uno tenga la sensación de que este colaborador de National Geographic y de The New York Times Magazine, nos está tomando el pelo a la vez de que salda cuentas con un grupo social que está alejado de la masa, como ha sucedido siempre desde que el mundo es mundo.

entradas anteriores

31.3.21

El verdadero revolucionario

Parece inofensivo, pero este es el verdadero revolucionario al que hay que agradecerle su audacia: el día en que puso en marcha su revolución, nadie se dio cuenta, pero ya todo estaba perdido: cuando puso el punto final a su De revolutionibus, la Tierra había dejado de estar en el centro del Universo y revelaba humildemente su verdad: que tan solo danzaba alrededor de una estrella de tamaño mediano, ubicada en un punto de la galaxia que hoy en día sabemos que ni siquiera es tan importante. Este es el rostro del revolucionario que todos los imbéciles que usan camisetas como parte de su cerebro deberían llevar orgullosamente impresas en sus pechos, y no la de ciertos personajes más asesinos que útiles. Qué revoluciones ni qué ocho cuartos; las observaciones de Nicolás Copérnico y más nada.

entradas anteriores

28.3.21

América es una palabra que viene del futuro

Alfredo Jaar, A logo for America, 1987.

En 1987, el chileno Alfredo Jaar montó A logo for America, una significativa instalación en Times Square, el corazón de Nueva York. Era una valla electrónica que ofrecía tres imágenes: un mapa de Estados Unidos sobre el cual se leía This is not America; la bandera estadounidense sobre la que se advertía This is not America's flag; y, finalmente, un mapa de todo el continente americano sirviendo de "R" de la palabra AMÉRICA. De alguna manera esta instalación quiso recordar a los estadounidenses que el adjetivo con que se han dado a conocer en el mundo no les pertenece solo a ellos. De hecho hay varias decenas de países, entre Groenlandia y las siempre argentinas Malvinas, entre Alaska y la isla de Margarita, que pueden adjudicarse el apelativo de americanos. El continente debió llamarse Colombia, pero la Historia permitió que fuera Americo Vespucci el padrino del nuevo mundo descubierto por el Almirante. Vespucci, quien —por cierto— también dio nombre al país que le recordó Venecia por las casas indígenas construidas sobre el agua: la pequeña Venecia, Venezuela.

La reflexión nominal que abre esta nota se entiende porque cuanto pensemos sobre el futuro (el mío, el de ambos, el imperfecto, el final) vendrá determinado por el diseño que nuestras palabras preparen para ese futuro. No hay acto por venir sin gesto (o palabra) del presente, sin huella del pasado. Así lo entendió Spengler en su Decadencia de Occidente cuando advierte que su libro acomete, por vez primera, la tarea de predecir la historia. Brujo o futurólogo, el historiógrafo germano sabía que basta un cambio de perspectiva en el estudio del pasado para percibir con más veracidad el próximo acontecer, que la historia es un ser vivo y que los procesos se repiten indefinidamente; que el hombre camina como un topo ciego por el borde del anillo de Moebius, y que tiene sentido decir camino hacia arriba, camino hacia abajo: uno y el mismo son. Pensar en Latinoamérica sin involucrar a Estados Unidos, Canadá y el Caribe franco-anglófono es una seria impertinencia. También sin tomar en cuenta que Latinoamérica es el producto sincrético de tres culturas cuyos colores son el blanco europeo, el negro africano y el bronce infinito del indígena. La pregunta ¿qué será de la América Latina en el próximo milenio?, tiene mil (o infinitas) respuestas pero, al menos, dos muy probables.

La primera va siendo realidad cada vez con más evidencia: la mezcla cultural, política, social y lingüística de los países latinos con EE. UU. Es moneda corriente el desplazamiento de la cultura del fast-food, los blue jeans y los anglicismos hacia Venezuela, Argentina o México; pero también es cierta la latinoamericanización de Miami, Nueva York, Los Ángeles o San Francisco. Con un poco de suerte, el castellano sobrevivirá, dentro de 200 o 300 años, conviviendo con sus lenguas hijas, los futuros espánglish de la costa atlántica y el chicano de la costa del pacífico. Y más allá de eso, hace tiempo que artistas, científicos y pensadores como el canadiense Northrop Frye, el uruguayo Ángel Rama, el argentino Jorge Luis Borges, los estadounidenses Carl Sagan, Noam Chomsky y Alan Sokal, los mexicanos Octavio Paz y Carlos Fuentes, el brasileño Darci Ribeiro, el caribeño Derek Walcott, o los venezolanos Ernesto Mayz Vallenilla, Jacinto Convit y Luis Alberto Machado, han paseado sus ideas a lo largo y ancho del continente, confrontándolas, desarrollándolas y discutiéndolas para crear —cada uno a su manera— hilos invisibles en el discurso del futuro.

La segunda respuesta sobre el porvenir en Latinoamérica ya fue ensayada: se llamó la Gran Colombia, el frustrado proyecto político (soñado por Bolívar sobre la base de las ideas de un incanato americano de Francisco de Miranda) para erigir un solo país en lo que antes había sido la América del imperio español. Mezquindades, egoísmos y torpezas impidieron la evolución de una comunidad parecida a la Unión Europea de nuestros días. Tal vez —en estos tiempos globalizados— empecemos a estar maduros para volver a ensayar la vida como un solo pueblo, más allá de mercosures, pactos andinos o grupos de tres; a pesar de los gobernantes folclóricos y simplemente torpes que tenemos que sufrir. Vale la pena recordar que Miami, casi capital latina, hoy es el lugar de encuentro de los mass media latinoamericanos, que no es poco decir.

Quiero insistir en esta idea: podría no ser extraña la conversión del imperio estadounidense en un imperio de lenguas y culturas latinas, tal como ocurrió con Roma, Alejandría y Bizancio, que de romanos politeístas pasaron a cristianos, algunos grecoparlantes, casi sin solución de continuidad.

Pero aún hay una tercera opción, más extraña e íntima, más antigua. Debajo de todo el continente se siente la huella de los habitantes originarios; mayas, incas, aztecas, chibchas, waraos, yanomamis, caribes, sioux, timotocuicas... cientos de culturas cuyas idiosincrasias aún actúan sobre los habitantes, y que se nota en detalles inesperados, cuando toman un vaso de agua, cuando miran al cielo, cuando hacen el amor o piden un poco de café. En esta opción el futuro está fuertemente asido al mundo indígena que, en definitiva, conforma en cada americano el tiempo mágico (como lo llamó Spengler y lo inventaron Carpentier, Ambrose Bierce y García Márquez) y que probablemente lo lance a un mañana circular, expansivo y fractal, en el que el juego norte/sur hará que siga siendo la frontera de occidente, el límite donde una vez Europa se miró a sí misma —y sintió terror. El futuro de América es impredecible no por oscuro, sino por infinito. Cabe una pregunta final: ¿Qué quiere hacer el a sí mismo llamado viejo mundo ante este cambio continuo? ¿Cómo se piensa dentro de él? ¿Qué quiere hacer en el juego que él mismo puso en marcha? ¿Quiere dar la espalda o quiere venir a jugar?

(Una primera versión de este artículo apareció en el suplemento #100 de Batuecas de la Tribuna de Salamanca, el 26 de septiembre de 1998).


entradas anteriores

26.3.21

Three monkeys

Son los que aparecieron en una pared de Lavapiés; ¿serán quizá el aviso de que ha comenzado ya el fin del mundo? Otra opción es que se trate de los tres monos sabios de que habla la tradición japonesa, esa que tanto se cita hoy día, la del no oigo, no digo, no veo. O quizá sea una mezcla de varias tradiciones. Yo, por si acaso, miro bien por ahí, no vayan a estar merodeando Brad Pitt o el siempre endurecido Bruce Willis. Porque ya se sabe, se comienza pintando monos en las paredes y se termina soltando un virus mortal en cualquier aeropuerto, por más que los científicos del futuro insistan en parar al loco que se empeña en acabar con la Humanidad. Que no sé para qué ese genocida de los tres monos se aplica tanto en la labor, si la Humanidad no necesita ayuda para aniquilarse: se mata solita. Y si no, tiempo al tiempo.

entradas anteriores

24.3.21

La diferencia entre la desobediencia civil y el delito ciudadano

Desde que el mundo es mundo, el ser humano se vio obligado a establecer ciertas reglas de juego, a imitación de las que tiene la naturaleza, para que la convivencia con los de su misma especie fuera más o menos normal y los enfrentamientos naturales por el territorio, la reproducción o los recursos se redujeran a la mínima expresión. 

Hemos ensayado todos los modelos posibles de vida en comunidad y algunos nos han resultado más eficaces que otros, algunos han sido menos dolorosos y otros pocos han tenido relativo éxito. Matriarcado, patriarcado, democracia, tiranía, triunvirato, comunitarismo, shaponos, librepensamiento, waldenismo, dictadura, sociedad, matrimonio, bigamia, poliandria, amazonismo, ascetismo, nomadismo, imperialismo, anarquía, tetraquía, protectorados, colonialismo... todos, todos los sistemas de vida humana han sido ensayados a lo largo y ancho de la Historia y en los cinco continentes y, como he dicho, algunos han tenido más éxito que otros, algunos han producido mayor miseria, y unos pocos, muy pocos, han procurado la "mayor suma de felicidad posible" (Bolívar dixit) a sus actores pasivos y activos.

Hasta que se demuestre lo contrario, el sistema que hemos heredado del mundo grecolatino y que hemos adaptado a nuestra propia concepción del mundo, la democracia, se ha mostrado como el sistema menos malo (y subráyese el epíteto, menos malo) de cuantos en el mundo han sido, y eso no es cosa de alegrarse, pero al menos algo es algo. Aún la democracia está en una etapa de desarrollo "inicial", debe pasar por varias y duras pruebas hasta que el ser humano entienda que no se pueden coartar las libertades de los ciudadanos (los polites griegos) en beneficio del omnímodo poder del Estado y no se puede reducir al Estado hasta el tamaño de un ratón en beneficio de los apetitos de cada uno de los ciudadanos.

Quizá este movimiento de ida y vuelta no tenga salida concreta, pero estoy seguro de que la paradoja de la vida democrática en un Estado fuerte no se resuelve siguiendo con ceguera el consejo lúcido, sabio, y muy complejo de Simón Rodríguez, o inventamos o erramos. Esta frase ha producido, creo yo, más confusión que luz, porque son muchos en Venezuela los que creen haber encontrado la frase bisagra para los desbarres mentales y el delirio oportunista. No se puede inventar nada nuevo; a lo sumo, quizá se pueda volver sobre nuestros pasos y reflexionar sobre ellos.

Antes que cualquier revolución, los seres humanos necesitamos confiar en las propias leyes que nos imponemos para domesticar los instintos y dormir al Gilgamesh que llevamos dentro; antes que cualquier idea de patria (o muerte) debemos respetar la ley escrita tanto como si de la ley natural de la gravedad se tratase y fuera igual de inevitable porque de lo contrario corremos el riesgo de caer en la ley del más fuerte y, allí, señores, sólo sobrevive el que tiene más garras y colmillos más afilados.

Es aquí donde los límites entre la desobediencia civil, que llama la atención sobre los desmanes de algunos se difuminan en el terreno del delito ciudadano, una de las formas más tristes de la mediocridad, justamente porque atenta contra el normal funcionamiento de la vida en sociedad, contra el funcionamiento cotidiano de las relaciones entre los polites. Y la mediocridad, en vez de ser una condecoración que da derecho de saquear los recursos de todos como más nos convenga, se vuelve peligrosa señal de debilidad que, tarde o temprano, se cobra sus deudas.

Y si no me creen, vuelvan a ver la suerte de Escar en El rey león...

entradas anteriores

21.3.21

La Biblioteca, la luz del mundo

Ptolomeo “secuestró” el cadáver de Alejandro e hizo que lo trasladaran a lo que iba a ser su nuevo reino: Egipto. Las luchas entre los generales del rey macedonio duraron varios años; cada uno se quedó con un trozo del imperio que él, con su espada y a lomos de Bucéfalo, había construido, siempre con la idea de mezclarlo y hacerlo funcionar bajo un solo mando, el suyo. Para eso era el hijo del dios, para eso había sido enviado a la tierra. A Ptolomeo le tocó Egipto y fue el único de todos los generales que murió pacíficamente en su cama y que creó un imperio que le sobreviviría varios siglos más, hasta que Cleopatra, la última de la dinastía tolemaica, dejara que el veneno de un áspid la hiciera sucumbir, antes de que lo hiciera el veneno de Roma, en el siglo I a.C. Parecía lógico que el cadáver de Alejandro reposara en la ciudad que fundara con tanto afecto, la ciudad que había descubierto gracias a los versos de Homero. En cualquier caso, la presencia de su cadáver le dio a la ciudad la relevancia que necesitaba. Ya contaba Ptolomeo con las riquezas legendarias que el Nilo ofrecía cada año, contaba con la sólida cimentación que una civilización de tres mil años le daba: ahora él debía conformar su propio universo histórico. Y con esta idea, la dinastía tolemaica creó para el mundo el monumento de conocimiento más importante de la Antigüedad: la Biblioteca. De allí emanaría la influencia cultural que marcaría la pauta durante varios siglos. El legado de Alejandro no había sido derribar el imperio persa, ni vengar las ofensas sufridas por los griegos, ni siquiera llegar hasta el confín del mundo conocido: fue, sobre todo, abrir la posibilidad para que existiera una ciudad como Alejandría, que ha sido siempre crisol de costumbres y culturas. La Biblioteca no era como las bibliotecas que podemos imaginar. No tenía sala de lectura, ni poseía libros como los que conocemos, y su edificio no fue una construcción tan monumental como el edificio que, en nuestros días, se levanta en la moderna Alejandría como homenaje a la famosa institución de los tolomeos. La primera biblioteca de Alejandría era un recinto pequeño donde se guardaban, copiaban y estudiaban textos asentados en pergaminos y papiros, enrollados y clasificados en cestas que los contenían. Allí se cuajó y divulgó mucho del conocimiento que ahora poseemos. Al lado de la Biblioteca hay que mencionar al Museo, el lugar donde los artistas, pensadores y filósofos vivieron a expensas de los Tolomeos. Su única obligación era la de pensar, hablar y escribir. No tenían que enseñar, pero algunos llegaron a tener discípulos. Debían tener cuidado, eso sí, de no caer en desgracia con sus benefactores. De seguro, los residentes del Museo fueron los principales usuarios de la Biblioteca. De hecho, su nacimiento debió de ser simultáneo, para que los habitantes de este tuvieran material donde consultar. Como en esa época no era necesaria una sala de lectura, pues no se solía leer sentado –este hábito fue adquirido en la Edad Media– sino paseando por los pasillos y en voz alta, lo más seguro habrá sido que los rollos fueron llegando y a medida que aumentaba su cantidad se acondicionaron lugares para conservarlos de la humedad y el sol. Con el correr de los años, la colección de textos fue creciendo y en el siglo I a.C. ya era famosa en todo el mundo. Lo más curioso de todo es que las razones que llevaron a los Tolomeos a crear y sostener instituciones culturales como la Biblioteca y el Museo, fueron las mismas que tuvo Filipo de Macedonia para celebrar la victoria de sus caballos en los juegos Olímpicos: quería que se le reconociese como helénico. La ciudad que fundó su hijo, mitad epirota, mitad macedonio, y en realidad bárbaro a los ojos de los griegos, generó una dinastía que durante trescientos años alentó la discusión filosófica y el debate literario con la única finalidad de ser una ciudad más del mundo griego. Y tanto se empeñaron, que convirtieron a Alejandría en el punto desde donde alumbraba el faro por la noches a los barcos que vagaban sin rumbo, y el lugar privilegiado desde donde se exportó toda la civilización helenística, la última manifestación que los griegos dieron al mundo, antes de que tomaran el relevo los romanos.
(Alejandro Magno, el vivo anhelo de conocer, Bogotá, Norma, 2004).


entradas anteriores

19.3.21

El blog de Baudelaire

También Charles Baudelaire llevó un diario. Caótico, violento, intenso, como él. A sus anotaciones las llamó Fusée, que significa literalmente cohete en español. Su uso metafórico -pensamiento formulado de manera tajante y sintética- aunque se puede hallar entre los hablantes franceses, no aparece consignado en los diccionarios. Sugerido por Poe o por el simple empleo de la lengua francesa, los cohetes de Baudelaire son simples máximas, aforismos o, incluso, esbozos de posibles pequeños ensayos, comentan Javier del Prado y José A. Millán Alba, responsables de la edición de la colección BLU (Biblioteca de Literatura Universal), a la que me he aficionado por sus títulos bilingües que tanto placer dan, a pesar de algunos gazapos de edición, comprensibles, por demás. La Ilíada, la Odisea y el Orlando Furioso se hallan también entre los textos editados.
No hay que olvidar que el epistolar (diarios, cartas, misceláneas, etc.) es un género muy antiguo que ha admitido todo tipo de usos, como corresponde a un género que se precie. Wittgenstein lo usó en la Primera Guerra Mundial para hablar de sus amores platónicos con los soldados y para anotar a la inversa el Tractatus famoso; Leonardo, también a la inversa, para dejar constancia de sus abundantes descubrimientos; y Anaïs Nin para drenar el enorme caudal literario que la enloquecía. El poeta editor de Poe en francés y admirador de Madame Bovary, usó el diario para escupir sus pensamientos más feroces.
Qué loco, el Baudelaire.

Cohetes
Aunque Dios no existiera, la Religión seguiría siendo Santa y Divina.
Dios es el único ser que, para reinar, no necesita ni siquiera existir.
Lo que ha sido creado por el espíritu está más vivo que la materia.
El amor es el deleite que sentimos por la prostitución. No existe ningún placer noble que no pueda ser explicado partiendo de la prostitución.

entradas anteriores

17.3.21

Mi Einstein

Debía de ser 1977 o 1978 cuando me senté en el escritorio de la habitación de los varones (es decir, el cuarto donde dormíamos mis dos hermanos y yo) a hacer este dibujo en un taco de hojitas que usaba para poner notas. No sé cuánto tardé, pero estoy seguro de dos cosas: que estaba escuchando a Supertramp y que fui copiándolo de una caricatura que, si mal no recuerdo, Abilio Padrón había publicado en la revista Reto, que era una publicación científica para estudiantes de bachillerato del Conicit y a la cual estaba suscrito. No sé si existe aún. Siempre las revistas estaban ilustradas por Abilio, y sus retratos de científicos (alguien debería de hacer un volumen con esos retratos o una colección de biografías que tengan estas maravillosas ilustraciones de portada) mi hermano mayor, que siempre tuvo esa inclinación por la ciencia, los iba colocando en la pared del cuarto. A lo máximo a lo que llegué yo fue a copiar la cara de abuelo bonachón de Albert Einstein; y por los azares que uno procura que se den he conservado este dibujito y décadas después sigue conmigo. La fortuna me permitió escribir una biografía para jóvenes de este científico tan contradictorio, Albert Einstein, cartas probables para Hann, y a mí no se me ocurrió otra cosa más útil que usurpar su voz, escribiendo cartas inventadas a partir de su vida y sus verdaderas cartas. Yo gocé un puyero y al parecer no es una idea del todo mala, pues en México compraron el libro para las escuelas, y no sé si se seguirá leyendo.

Y es curioso que haya sido México el país interesado, porque mi inspiración primaria para hacer estas cartas probables para Hann (al lector curioso le digo que Hann no existe, es un sobrenombre que uso para mi hermano científico) fue precisamente el libro de una escritora mexicana, Elena Poniatowska, que tiene su precioso y muy duro Querido Diego, te abraza Quiela. La idea todavía me ronda la cabeza, porque ahora sé más cosas de Einstein, y me pican las manos por volver a usurpar su voz (espero no sea ilegal...). Ahora en la madrugada este dibujito me trae gratos recuerdos y, como no quiero hablar de política ni de lo que leo en este momento ni ná, lo pongo aquí, aunque ya ha aparecido en otras ocasiones, pero me da iguá. Es que como es un dibujo de cuando era así de chiquito y lleno de papelillo, pues pasa lo que pasa.

14.3.21

El pupitre y el culto a la mediocridad

Estoy convencido de que uno de los instrumentos más efectivos para adormecer la capacidad de raciocinio en la escuela es el pupitre. Quizá es una estrategia para otra cosa, para propiciar la disciplina, pero en una persona tan reacia a las órdenes como yo, esa obligación tendía a adormecerme. En realidad, me refiero a la ecuación pupitre/frente a la/pizarra. Desde muy pequeños, desde primer grado, somos obligados a sentarnos (mejor, a encajarnos) en ese incómodo asiento y a mirar durante cinco, seis horas hacia delante (con breves pausas llamadas, significativamente, recreos); nos enseñan desde párvulos a mirar hacia la pizarra, allí donde una persona se dedica a atiborrarnos de información muchas veces sin ninguna gracia ni talento oratorio. A este ejercicio le llaman cumplir los objetivos.

Y, claro, como estamos en una edad inquieta, nos revolvemos en ese pequeño potro de tortura, lo rayamos, le pegamos chicles por debajo, nos balanceamos en él, nos jurungamos unos a otros, nos tiramos papelitos: finalmente, él es más poderoso que nosotros y terminamos dominados.

Esto lo puede constatar un observador externo a las nueve de la mañana si se pasea tranquilamente por los pasillos que dan a los salones de cualquier escuela: reina un silencio pupitral: todos los alumnos están encajados en sus maquinitas de embrutecer, mirando hacia el frente, tratando de captar algo de lo que se dice por allá, en las alturas de la pizarra. No me extraña que haya tantos niños con los llamados problemas de atención, porque lo que se requiere de nosotros no es capacidad de atención sino ascensión al nirvana. Ni un gato está más quieto cuando va a cazar un pájaro, ni un león está tan inmóvil cuando va detrás del ñu.

Como todo padre y maestro saben, un niño es una fuente de energía que no se acaba nunca, y bien estimulado puede llegar a cotas inimaginables; un niño es un ser humano absorbiendo el mundo en la etapa que le corresponde (la curiosidad de ese niño, no su ñoñería, es lo que debería de permanecer en nosotros cuando adultos, pero este es otro tema). Darle cauce provechoso a toda esa energía y capacidad de absorción no significa llenar su camino de prohibiciones sin fin, pero tampoco la idiotez esa que ha estado de moda durante tanto tiempo, esto es, la de dejar que sea él mismo quien decida por dónde sí y por dónde no, sin un plan, sin un objetivo, sin una finalidad: como los ríos que son, si usted deja que un niño decida su propia educación, se derramará por todos lados y optará —es un ser humano, cómo no— por la ley del menor esfuerzo y en nada se convertirá en un individuo perezoso, dependiente y malcriado: es decir, lo que millones de personas son hoy en día. Claro que es lo de siempre: ni tan calvo ni con dos pelucas, aunque Amadeus deseara tener tres cabezas para llevarlas todas.

Estoy seguro de que si la educación prescindiera de esa puesta en escena a la hora de enseñar, si optara por una nueva relación con el conocimiento —quizá la que Aristóteles probó con el joven Alejandro y sus compañeros en el santuario de Mieza, una que no molestaría para nada a Simón Rodríguez ni a Bertrand Russell— sería más fácil hacer que todos cojan el gusto por el asunto más pronto. No se trata de un canto a la indisciplina; se trata de traer la educación a nuestro tiempo; porque, ¿alguien se ha dado cuenta de que esto de los pupitres ya lo usaban en Salamanca cuando fray Luis de León daba clase allí? En muchos aspectos, la educación que recibimos sigue siendo de corte medieval, llena de ideas preconcebidas que van más allá de la simple enseñanza de la regla de tres o de las características de la mitosis: nos educan para que tengamos una determinada visión del mundo, para que, por igual, rechacemos o adoremos (que es lo mismo) lo tortuoso, no el saber.

No hay nada que incentive más el embrutecimiento del espíritu que la rigidez del que enseña más interesado en establecer una jerarquía que en compartir gozoso un conocimiento. En una sociedad de borregos importa más la vanidad del maestro que la lumbre de la verdad. Por eso quizá he sentido siempre lo acertado de la siguiente frase, que leí en un poeta alemán cuyo nombre he olvidado, y en la que se puede sustituir la palabra universidad por centros de enseñanza: la universidad es el lugar donde la mediocridad rinde culto al genio. Y el pupitre es su reclinatorio, agrego yo.


entradas anteriores

12.3.21

Por qué no creo en las revoluciones

Uno de mis pasatiempos favoritos (más bien una de mis adicciones más feroces) es leer libros de conspiraciones del tipo Jesús era musulmán o Leonardo da Vinci es el hijo oculto de los Borgia; por eso me divertí un mundo leyendo Illuminati, de Paul Koch, que habla de la madre de todas las conspiraciones: el grupo de chalados que decidieron que el mundo no les gustaba como era y por eso se dedicaron a cambiarlo (para su beneficio). Entre tantas cosas, estos iluminados son los artífices de las revoluciones francesa, estadounidense y la de los países americanos.
Ciertamente, Miranda, O'Higgins, Bolívar, Franklin, Hamilton y un largo etcétera fueron miembros de organizaciones masónicas cuya conformación secreta y tendencia a la universalidad están fuera de cualquier duda. Pero al margen de toda esta historia que conjuga las ambiciones de los banqueros con el devenir histórico y los flujos de espiritualidad de las catedrales medievales, el libro me ha dado que pensar en torno al asunto de la utilidad de las revoluciones y por qué yo las rechazo con tanto encono.
Siempre me ha parecido que revoluciones como la francesa, la rusa, la estadounidense o la venezolana no fueron más que insalubres abscesos en la línea de la historia que siempre exige un desaguadero que, siquiera un poco, alivie las tensiones entre los actores de los acontecimientos. Se llega a un momento de tanta presión que la misma sociedad da forma a una salida violenta para apaciguar los ánimos y rendir culto a los dioses de la venganza y la retaliación. A las revoluciones las mueve un sustrato ahíto de pasiones del tipo ojo por ojo y diente por diente, y no veo yo que eso lleve ni por casualidad a progreso alguno.
Se nos ha enseñado que gracias a las revoluciones (francesa, gringa, venezolana, etc.) hemos conquistado derechos tan importantes como la libertad, la igualdad, la fraternidad, el aborrecimiento de la esclavitud y toda una ristra de características que adornan lo que ahora consideramos democracia. Yo, en cambio, pienso que todas esas virtudes las hemos consolidado a pesar de esas revoluciones que, en el fondo, o eran conservadoras, como la de Estados Unidos, y su finalidad no era otra que mantener las cosas como estaban, o fueron verdaderos desastres nacionales como la francesa, la rusa y la venezolana, que dejaron postrados en la posguerra a los países donde ocurrieron.
Muy noble y muy grande debe de ser la Humanidad que es capaz de recobrar la cordura tras estos festivales de sangre y venganza. Las revoluciones no traen progreso; son una advertencia de que las cosas no van como debieran. Al menos, el progreso no lo traen este tipo de escaramuzas donde hacen su agosto resentidos de toda clase y oportunistas astutos que saben usar la flama de la palabra.
Quizá las únicas revoluciones en las que yo confío son aquellas silenciosas que cambian el mundo y lo echan pa'lante sin que nadie pueda hacer nada, sin producir ningún trauma pero que moldean nuestra percepción para siempre y sin vuelta de hoja: el día en que Arquímedes descubrió el método para calcular el volumen de los objetos (¡eureka!); la noche en que Copérnico supo que la Tierra no era el centro del Universo y concibió su De revolutionibus; la tarde en que Andrés Bello entendió la función de los verbos en las oraciones y se propuso construir el edificio de su hermosa Gramática; el momento en que Descartes dio con la existencia casi tautológica del yo (si estoy pensando quiere decir, como mínimo, que existo): Esas son, para mí, las verdaderas revoluciones, y no aquellas acumulaciones de pus en las que los mediocres y los charlatanes hacen vendimia.


entradas anteriores

10.3.21

El oficio de escritor

Hace mucho años leí El oficio de escritor, un pequeño ensayo del novelista Guillermo Meneses, en el que dejaba claro lo que para él significaba el trabajo al que dedicó buena parte de su vida. Recuerdo que reflexionaba de una manera -para mí- nueva sobre una actividad con la que cada vez me sentía más identificado; la escritura no podía ser un mero pasatiempo, ni un hobby, ni el complemento gracioso de la verdadera labor. Meneses trataba de devolverlo a la simple dignidad de ser un oficio como cualquier otro. El escritor debería compartir una metafórica mesa laboral con el carpintero, el abogado, el médico, el comercial, el pescador: las cosas que el ser humano tiene que hacer para ganarse la vida, aunque ya Mafalda anotó que los gatos no necesitan nada más para ser lo que son, mientras que nosotros parece que estamos obligados a ejercer un oficio para llamarnos humanos. Cosas de niños.

El breve ensayo de Meneses, que estaba incluido en Espejos y disfraces, llegó a mí en un momento en que descubría el universo de El falso cuaderno de Narciso Espejo al mismo tiempo que entraba alumbrado y sin herramientas en la literatura de Thomas Mann (su telúrico y musical Doktor Faustus, sus sugerentes y eróticos diarios, su Muerte en Venecia, que parece pensada para que Visconti hiciera una peli hermosa, y Dirk Bogarde sudara tinte para el pelo ante los seductores bucles del Tadzio Bjørn Andresen); era la erótica de Mann, de quien Meneses había aprendido no pocas lecciones.

En efecto, desde hace muchos años muchedumbres de escritores tratamos de vivir de lo que escribimos, proeza que casi siempre es imposible, porque no termina de ser considerado el asunto un trabajo más, porque los puestos de trabajo son más bien pocos y porque, todo hay que decirlo, a este oficio le suele ocurrir lo que le ocurre al sentido común según Descartes: todo el mundo cree tener el suficiente, se conforma con el que posee y no viene a por más. Y quiero agregar que con la escritura creativa nos ocurre a la gente como cuando nos topamos con una humilde flauta dulce: de inmediato la cogemos, como si fuera un cacharro de cocina y la hacemos sonar para demostrar que solo es una flautica y que cualquiera puede tocarla. Solemos perpetrar los pollitos dicen y la dejamos en la mesa al instante porque sabemos, muy en el fondo, que ese tesoro de sonidos no fue hecho para esas vulgaridades.

Porque la poesía es la más inocente de las acciones y el lenguaje es el más peligroso de los bienes, que dijo aquel poeta, tendemos a pensar que si la literatura se hace con palabras, que es lo que uso todos los días, pues no debe de ser difícil que yo me considere un escritor. Y nada más lejos de la verdad. También cagamos todos los días y no por eso somos nutricionistas.

Si uno quiere tener la aspiración, que no la licencia, de ejercer este oficio, debe empezar primero que nada a considerarlo como tal. Y, como tal, debe empezar a tratar de aprender los trucos, las lecciones, los procedimientos; igual, igualito que un aprendiz de albañil, un pasante de hospital o un ayudante de artista plástico. Tiene que empezar a ejercer el oficio y eso requiere, como todo, tiempo en cantidad.

Lo malo es que este oficio suele ser remunerado después, muchos años después. Aunque hay que recordar que también hay médicos que llevan un taxi, cantantes que sirven cafés e ingenieros que venden pantaletas. Pero pregúntenle a cualquiera de ellos a qué se dedican y contestarán de inmediato: soy médico, o soy ingeniero o seré una gran actriz; nunca dirán voy a operar a mucha gente, pero cuando termine el turno de mi taxi; ahora mismo me voy al teatro Kodak a recoger mi Oscar, después de mi turno de la tarde en la cafetería. En cambio, cuando uno dice que se dedica a escribir de inmediato te preguntan, muy bien, ¿pero con qué te ganas de la vida?

—Llevando un blog —me dan ganas de contestar.


entradas anteriores

7.3.21

Amo a las hormigas

En 1997 descubrí que mi vocación verdadera era la mirmecología, o sea, el estudio de las hormigas. La revelación me llegó un poco tarde (no son demasiado rápidas mis musas), porque para ese entonces ya tenía casi una década dedicado al estudio y goce de la literatura, así que me he ido conformando con leer lo que hacen los demás. Y eso que cuando estábamos chiquitos, mis hermanos y yo teníamos un club, el Club de Fisgones, cuya única prueba para entrar en él era aguantar descalzo sobre alguno de los hormigueros enormes que había en el patio de la casa adonde nos acabábamos de mudar. Yo nunca resistía demasiado, porque las hormigas eran rojas, microscópicas y picaban durísimo.
Ya grande (ya viejo), el libro que me sirvió de revelación en este camino a Damasco de tercera clase fue Viaje a las hormigas, de Bert Hölldobler y Edward Wilson, dos que sí habían podido cumplir su sueño de pasar la vida agachados jurungando a estos diminutos, feroces y eficientes seres. Según sus propias palabras, las hormigas son tan peleonas y territoriales que si tuvieran bombas atómicas, el mundo duraría una semana. En todo caso, las pequeñas hormigas que, sumadas todas -son como un trillón-, pesan lo mismo que todos los mamíferos, han sido, junto con los gatos, uno de mis animales preferidos. Sólo que ellas están mucho más distribuidas por el mundo, y casi no hay lugar de la tierra donde uno no se tropiece con sus mandíbulas levantadas y dispuestas a hacer trizas la cabeza del que revire.
Otra mirmecóloga célebre, Charlotte Sleigh, difiere y refuta la fama de peleonas que sus colegas les han endilgado, y en Ant rompe una lanza a su favor: las hormigas no andan buscando matarse con las vecinas, su finalidad más importante es la de buscar comida, porque son trabajadoras y grupales. Solo que se atraviesan otras y luego pasa lo que pasa. Es interesantísimo leer esta teoría feminista de la mirmecología que, combinada con las propuestas de sus colegas, quizá se acerque más a la verdad. Lo que no he descubierto todavía es cuál es el papel que juegan los bachacos, esos culones de grandes mandíbulas cuya mordida no duele pero que son capaces de levantar una hoja del tamaño -para ellos- de un edificio.
A veces la vocación es un llamado que se puede ignorar -y seguir tan campantes. Las hormigas lo perdonan todo. Por algo Buñuel las metió en el cásting.

entradas anteriores

5.3.21

Teoría de las utopías

Ayer leí que Julio Cortázar se alejó de Jorge Edwards cuando a éste se le ocurrió publicar su (la) verdad sobre la revolución cubana en el ya célebre, y desde hace mucho fundamental, Persona non grata. Parece que los artistas, tan sensibles siempre, no soportan el grosero peso de la verdad, y a mí me parece que hay quien puede llegar a la ceguera absoluta con tal de mantener virgen su ilusión. Al parecer, tal fue la ceguera cortazariana. El sol, el Caribe, el ron, unas buenas mulatas y, algo de que él como argentino carecía, la supuesta y muy tramposa alegría tropical, le hicieron creer que en la Cuba comunista anidaba la sede del Paraíso.

Cuando Tomás Moro levantó el edificio de su lugar en ninguna parte, su Utopía, le puso nombre a algo que ha estado en la imaginación del ser humano desde que el mundo es mundo: over the rainbow hay un lugar en el que nadie sufre, en el que todos somos felices; pero suele suceder que ese lugar ideal queda lejos, es de viaje difícil y casi siempre aparece el aguafiestas de turno, como Edwards, a decir que todo es mentira y que algo huele a podrido en Dinamarca. La fuerza de la utopía es tan grande que puede quebrantar nuestro libre albedrío y anular los movimientos de la voluntad. Eso lo sabían los demagogos como Castro y Chávez: aceptamos más rápidamente las promesas de una vida fácil y sin complicaciones (el edén siempre es una posibilidad jugosa) antes que la evidencia de la cruda realidad en la que hay que ganarse con constancia lo que se desea. ¿Dije demagogos? Yo prefiero usar la palabra homérica que le gustaba a Miranda: demovoros, devoradores de pueblo. Esos oscuros seres capaces de jugar a su antojo con la ilusión de la gente, capaces hasta de doblegar la voluntad de aquél que creó a esos obstinados seres llamados cronopios, hermanos de los voluntariosos y ordenados famas. La verdad, amigos, yo agradezco a la señora Muerte que se haya llevado temprano a Cortázar, padre de la Maga y el bebé Rocamadour, pues puso a salvo la lectura fascinante que nos espera en sus libros, alejada del desengaño: visto lo visto, el escritor argentino parece que fue tan libre en la escritura de sus extraordinarios textos como dogmático, torpe y tozudo en sus convicciones políticas: ni siquiera la realidad del totalitarismo castrista le hizo ver que él y su generación de escritores habían colocado las esperanzas en el castrismo, esa equivocación de la Historia que parece no alcanzar la absolución definitiva del cáncer terminal.

Qué peligro. Qué peligro son las utopías. Sobre todo en manos ociosas.

entradas anteriores

3.3.21

Erasmo, Moro y la muerte de los amigos

En enero de 1985, cuando comencé con diecisiete años a estudiar en la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, compré mi primer libro, cosa que me hizo muy feliz, a pesar de los 30 bolívares que me costó (y que me costaron no pocos almuerzos en el comedor de la Universidad). Era la Utopía, de Tomás Moro, una entretenida obrita sobre la sociedad perfecta, que tanto han buscado los seres humanos desde que el mundo es mundo y por la que tantos se han matado. Pero además de la delicia que era leer ese libro (si no me equivoco, en una de aquellas ediciones de Alianza Editorial, con portada de Daniel Gil), del que había tenido noticia primera en el por entonces famoso  programa televisivo de Arturo Úslar Pietri, Valores humanos, una de las pocas ventanitas hacia la cultura que teníamos los que vivíamos en la provincia y, aunque Valera es el centro del mundo, ese centro está en la provincia profunda, me gustó mucho descubrir la fraterna y enorme amistad entre el ajusticiado sheriff de Londres y el filósofo holandés Erasmo de Rotterdam: nada más importante para ellos que el hilo que una hermosa amistad crea entre dos seres humanos sobre la base de los sentimientos comunes y las afinidades intelectuales. Aunque cada uno vivía en un país distinto, y se vieron poco, sus cartas se convirtieron en el enlace de una cercanía de pensamiento y corazón. Son ellos dos, para mí, el símbolo más nítido de lo que debe ser la amistad, ese bien tan preciado por Cicerón. Cuando un amigo muere, hay que lamentarlo con enormes lágrimas en los ojos y silencios confusos; pero cuando un amigo se muestra groseramente tal como en realidad es, burlando lo que es más sagrado en una amistad (la transparencia, la integridad, en definitiva, la decencia), no hay lamento que traiga consuelo, ni canto angelical que disminuya la desolación. Y ya no se puede andar inventando los días para nuevas excusas, porque las razones de la vergüenza están allí, meridianas. Las razones de la vergüenza o de lo que simplemente siempre fue: los seres humanos no estamos hechos para ser íntimos a juro y porque sí; y a veces las diferencias son tan sangrantes (y definitivas) que es preferible dejar que el agua siga corriendo y que cada quien se busque la vida como buenamente pueda. Y que les vaya bien a todos. Ya habrá tiempo para sacar cuentas y presentar resultados. No fue el caso de la relación entre Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam, siempre fieles a sus principios, y siempre claros y frontales. No por otra cosa perdió la cabeza Moro, cuando se negó a apoyar las vagabunderías y los caprichos de Enrique VIII.

entradas anteriores

28.2.21

Los papeles de Aspern

Considero que uno de los mayores placeres que puede experimentar un ser humano consiste en toparse con un libro que lo atrape. La obra de Henry James continuaba siendo una materia pendiente en mi estantería de leídos -salvo Otra vuelta de tuerca, que ya casi es un lugar común-, pues hace muchos años, cuando intenté otra novela de él no estaba yo en condiciones de que me dijera algo. Por suerte regresé a la obra de este autor por una puerta breve pero enorme: Los papeles de Aspern, título que siempre me había llamado la atención, y del que había escuchado y leído mucho. Además es una novela publicada el mismo año, 1888, en que se le dio carta de naturaleza a lo que en español entendemos como Modernismo de la mano de ese dios que es Rubén Darío, y el mismo año en que se inauguró el querido y lentejesco Café Gijón. Así que mientras pasaba días aciagos pero importantes en mi querida Valera, hace ya no pocos años, me encontré la (buena) traducción que Sergio Pitol publicó en Monte Ávila Editores cuando todavía ésta era una editorial de verdad, aunque ya la sombra de lo que había sido en los años 70 y 80. La difunta Librería del Sur -antes Kuai-Mare- del Centro Comercial Edivica atesoraba varios ejemplares de ese libro a un precio ridículo y me lo llevé a casa de mis padres, en verdad, con algo de aprensión. Sólo la curiosidad por todo lo que me parecía haber oído del libro me empujó a conservarlo al lado de mi cama.

Hasta que una tarde de tedio valerano, de esas tardes en que las chicharras hacen un ruido enorme para que sepamos que aún falta mucho para las tres, me eché en mi cama y cogí el libro: y ya no pude parar de leer. James tiene la capacidad escribir lento, de saber ralentizar el desarrollo de una anécdota, pero lo hace con tanta gracia y todo lo que escribe es tan interesante, que a uno no le importa que se demore cuanto le plazca en la descripción de un lugar o en el sentimiento de algún personaje. El objetivo del protagonista es hacerse con los papeles del difunto poeta, Jeffrey Aspern, y para eso el narrador dará demoradas vueltas alrededor de las dueñas de esos misteriosos papeles, alrededor de la enorme casa veneciana donde se esconden y alrededor de los sentimientos, no demasiado virtuosos, del protagonista; pues, como dice el traductor, el cuerpo de una novela de James lo constituye la suma de observaciones, deducciones y conjeturas que un personaje hace de una determinada situación.

Entonces no importa que en la novela parezca que no pase nada, porque todo lo que está pasando lo hace en nuestra propia cabeza de lectores, ávidos, entregados ya a una lectura a la que se le puede calificar de deliciosa, pero para quedarse corto. Es una novela breve en extensión, pero que dura años mientras uno la lee.

Sin duda, todo buen lector y, sobre todo, todo aquel que aspire a ser escritor algún día, debe leer con devoción esta novela, y sumergirse en el universo jamesiano, como yo lo he hecho.
entradas anteriores

26.2.21

El reino de Cervantes

Mi reino es de este mundo
Vengo a anunciarles el descubrimiento (mi descubrimiento) de un nuevo reino. El descubrimiento, que no la invención; el pregón, que no la noticia; se trata de un reino en el que todos vivimos pero sobre el cual no podemos caminar salvo en sueños. Un reino sin auténticas fronteras o, al menos, sólo con las fronteras que llevamos nosotros mismos encima. Un reino cuyos límites no colindan con las montañas ni los mares de los otros países de este planeta, pero que traza con firme eficacia las distancias entre aquellos que aman, beben, duermen, deliran, luchan y se esfuerzan en otros territorios y nosotros, los del reino de este mundo. Un reino que es liviano y pesa tanto como las pirámides aztecas e incas; torrencial y caudaloso como el Orinoco, y estático como la canícula del mediodía en Medina del Campo; un reino débil como la palabra colibrí y volátil como la cotufa; poderoso, como el sonido del tambor (yo soy la canción del bongó/ aquí el que más fino sea/ responde si llamo yo), apenado como el cante jondo; embriagante como la sanguinolenta bota de la plaza de toros; apacible como la meseta castellana; misterioso como los precipicios de Ronda y prejuiciado como las campanas de Oviedo al mediodía; es un reino que no es igual en ningún lado y que es el mismo siempre, en Malabo, Caracas, Madrid o Buenos Aires; un reino que es setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.
El reino del que hablaré, ya lo dice el título del texto que voy leyendo, es el Reino de Miguel de Cervantes, feudo imperecedero de aquel que perdiera una mano en la batalla de Lepanto, luchando contra los infieles; recaudador imperial, cuyo hijo predilecto, nuestro señor Don Quijote, todavía recorre, acompañado de Sancho Panza, su escudero, y a lomos de su esquelético rocín, el territorio que aquel gobierna, el territorio de la Mancha, como también se le ha conocido, y que —por lo menos— se extiende a lo largo de tres continentes: Europa, América y África. Y no hay tratado, ordenanza, resolución ni convenio internacional que pueda evitar la comunicación entre los millones de súbditos que el reino de Cervantes alberga. Como debe ser.
Probablemente Arturo Úslar Pietri, que le puso el nombre al reino que habitamos, habría aprobado con agrado nuestra reunión de hoy, justamente aquí, tan cerca del ecuador y debajo del trópico de cáncer; y probablemente habría aceptado con cierta vanidad ilustrarnos con todo su conocimiento, con todo su saber, con el don de su palabra siempre seria e incisiva. Porque es a él, al venezolano Arturo Úslar Pietri a quien debemos la excusa que nos trae hasta aquí; a él debemos la posibilidad de establecer los límites del reino del que me propongo hablar, de sus gobernantes y sus leyes; él fue quien reconoció a su rey natural y nos abrió los caminos de este reino con sus libros, con sus charlas, con su palabra; aunque debo señalar que él mismo no conoció todas las fronteras de nuestro reino. En su momento, declaró que «hay una evidente comunidad de historia y de cultura, en muchos aspectos única en el mundo, que se ha formado a lo largo de cinco siglos entre España y los países hispanoamericanos. Sin mucha distorsión se podría ampliar el concepto a lo iberoamericano, para incluir también a Portugal y el Brasil». No menciona a Guinea Ecuatorial, quizá porque su pasión latinoamericana lo empujaba sólo a pensar en los países del otro lado del Atlántico, quizá porque desconoció —como yo mismo hasta hace una semana— la riqueza cultural que nos depara este país, tan parecido al mío propio y donde sudo de la misma forma, veo los mismos árboles, como las mismas frutas, pero donde oigo mi propia lengua con otro acento, y aprendo lenguas nuevas para mí, desconocidos sonidos fang y bubi que ya quiero tener en mi universo lingüístico: «madjiwa», «anñé kööri», sé decir ya y no veo la hora de utilizar estas palabras en mis cuentos, en mis novelas, en mi vida. Ya quiero decir «Ö», diez en bubi, y contar de cinco en cinco los árboles que ven mis ojos.
En algo podemos excusar la omisión de Úslar Pietri: él fue un hombre entregado a su tiempo político y espiritual, y la preocupación por América Latina lo era todo en su escritura. Desde el nombre mismo, todo era un motivo de reflexión para él: «No es banal que no tengamos un nombre aceptado para el conjunto. Se le ha llamado de tantas maneras que resulta casi como carecer de nombre: Hispanoamérica, Iberoamérica, América española, Indoamérica, la Raza, la Hispanidad, etc. La falta del nombre único ha hecho más difícil la comprensión del hecho y ha aumentado la dificultad de entenderlo cabalmente». Mal podía, entonces, tomar conciencia de que de este lado del Atlántico, en esta isla llena de color, en este continente del que todos salimos, el español, la lengua oficial del reino de Cervantes, también bulle y evoluciona compartiendo oclusivas y velares en las bocas de los guineanos y de los que tienen la suerte de vivir aquí. En los más de quinientos años que nos separan de la azarosa aventura de Colón, nosotros aún dudamos si llamarnos latinoamericanos, o sudamericanos, o iberoamericanos, etc. Yo, que soy venezolano, y cuya idiosincrasia no puedo explicar excluyendo al caribe anglófono, francófono, al holandés, al papiamento, al Canadá y a Estados Unidos, prefiero decir con rigurosa nomenclatura geográfica que soy americano, porque América es una palabra que viene del futuro.

La comunidad del libro
Quizá es una gran suerte —o un destino muy marcado— el hecho de que sea un solo libro el que nos determine los límites del territorio espiritualmente lingüístico que podemos considerar como «nuestro» con todo lo que de impreciso tiene esta palabra. Y es en ese libro en donde se dibuja por vez primera el mapa cultural sobre el que caminamos. Úslar señala que «lo más característico que distingue a esa realidad cultural (...) se dio primeramente y se definió de manera perdurable en el siglo xvi. Es la época en que la dimensión política alcanza su plenitud desde Carlos V hasta Felipe II; es, también, la ocasión en que se define cabalmente un juego de valores característicos: lengua, religión, moral, romancero, refranero, paradigmas, convicciones y metas de vida. La síntesis suprema de ese conjunto se expresó en la obra de Cervantes. Allí está recogido y expresado lo esencial, irrenunciable y persistente de esa manera de ser (...) tan múltiple y dispersa, y tan semejante a sí misma. Constituye, para decirlo con las fórmulas viejas tan cargadas de sentido (...) un reino cultural y podríamos llamarlo, con toda propiedad, el reino de Cervantes».
A partir de esta conciencia compartida, los que hablamos español podemos reconocernos como semejantes tanto si recorremos las vertiginosas calles de la plaza de la Candelaria en Caracas, como si tomamos el tranvía del viejo Corrientes en Buenos Aires, subimos por la Gran Vía hacia Callao en Madrid, atravesamos el arduo zócalo de Ciudad de México, admiramos el Museo Nacional de Bogotá o cruzamos veloces la carretera que une Malabo con Luba, aquí en Bioko. Sin embargo, no hay que olvidar la certera reflexión a que hace referencia Úslar, con el ánimo de marcar las oportunas diferencias y rebajar adecuadamente la insensatez del entusiasmo: «Bernard Shaw, con sabia ironía, dijo una vez que Inglaterra y los Estados Unidos eran dos países separados por una lengua común». No olvidemos nunca que lo mismo que nos une, nos separa; que las semejanzas existen precisamente para que las diferencias se destaquen con nitidez entre nosotros y que, menos mal, ninguno de nosotros es igual al otro: cada individuo es único y por eso mismo nos podemos reconocer como semejantes.
Esto mismo ocurre con la literatura que se ha desplegado en los países de habla española. A partir de nuestro Don Quijote de la Mancha, primera y superior novela de cuantas haya en el mundo, germen y guía de todo los que se desarrolló después (un orgullo que nunca debemos pasar por alto: hablamos la lengua en la que está escrita la obra narrativa cumbre de la literatura occidental), el español ha dado cabida a escritores y obras que son hermanas y distintas al mismo tiempo y que reflejan realidades específicas convertidas en tópicos universales: si la mexicana sor Juana Inés de la Cruz denunció con pericia el machismo de su época («hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis»), al igual que varios siglos después lo hiciera Alfonsina Storni en Argentina («hombre pequeñito que jaula me das/ digo pequeñito porque no me entiendes/ ni me entenderás»), muchos años después el coronel Aureliano Buendía abre la vertiginosa Cien años de soledad recordando, frente al pelotón de fusilamiento, la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo, Valle-Inclán desgrana su teoría de los esperpentos frente a los espejos deformantes del callejón de Álvarez Gato en Madrid, en los calurosos llanos venezolanos Santos Luzardo remonta el Arauca a bordo de un bongo en dirección a la hacienda de El Miedo, a enfrentarse con su enemiga mortal, doña Bárbara; mientras tanto, Julio Cortázar cuenta que en Francia un grupo de intelectuales latinoamericanos trata de disimular el hecho de que en París son como hongos que crecen en los pasamanos de las escaleras y en la quinta de Triste-le-Roy de Buenos Aires un detective fracasado, Lönrot, descubre que el laberinto que Jorge Luis Borges le ha construido sólo sirve para que su muerte sea más poética. Y aquí en Guinea, el español se reviste de la fuerza telúrica de la tierra y la negritud africana para bullir en adivinanzas, mitos indígenas, poesía de modernismo tardío (como en el caso de Cristino Bueriberi) y novelas abiertamente de la tierra como Cuando los combes luchaban, de Leoncio Evita, la primera novela ecuatoguineana en español y uno de mis grandes descubrimientos de este primer (y espero que no el último) viaje al África subsahariana.
Todas estas obras a las que he hecho referencia están escritas en español; todas (y muchas otras más) las podemos leer y entender en el idioma que hemos asimilado desde la cuna y de todas podemos aprender palabras nuevas y exóticas para cada uno nosotros, según sea el caso: lunfardo, fuca, choteo, bongo, arepa, cachapa, bubi, ma, wa, nñé, mañoco, piolín, vaina, escuincle, chaval, chamo, gachupín, jeva, tía, mina, garota, flipa, tripea, guagua, buseta, ceiba, papaya, patilla, lechosa, guanábana, cambur, zamuro, zopilote, curumo, cóndor, colibrí, ruana, madjiwa, amor, dientecito de ajo, caballito de juguete...
Desde luego, un tesoro enorme se esconde tras el simple hecho de hablar el mismo idioma y ser simultáneamente tan diferentes.
Y hemos de agradecer a los escritores nuestros que se hayan tomado la molestia de crear este mundo de palabras con la intención de que el verdadero que les rodeaba cobrara significado profundo para sus conciudadanos. Citando otra vez a Úslar, él se declara consciente de lo que estaba haciendo cuando se propuso crear una obra literaria: «Íbamos hacia la obra literaria en una misma actitud y, además, con un igual propósito: expresar aquella realidad tan compleja y tan rica que hasta entonces nos parecía que no había sido adecuadamente reflejada». Y es que no otra es la función del lenguaje en el ser humano: sin las palabras, la realidad sería imposible de asir, porque antes de agarrar con las manos un objeto, tenemos que agarrarlo con la palabra, con el símbolo que le da sentido dentro de nuestra cabeza. Quizá esa sea la razón por la cual es harto complicado definir sencillamente la idiosincrasia de un pueblo y, mucho menos, eso tan adusto y decimonónico que es la «identidad nacional». Yo soy yo y mis circunstancias, nos enseñó Ortega y Gasset, y por lo tanto mi identidad es directamente proporcional a la conciencia de identidad de mis semejantes.

Heredaremos el reino
He utilizado hasta la extenuación el vocablo «semejante», con la obvia intención de que marcara nítidamente mi propósito: en un reino donde todos hablamos la misma lengua, ninguno de nosotros la usamos igual, por suerte. Ustedes aquí hablan un español correcto y algo prosopopéyico para mi español caribeño directo y un poco confianzudo; en España nuestra lengua es franca y sincerota como los tacos que se dicen a cada instante, pero también elusiva y felina como la pregunta con que dicen que suelen contestar a las preguntas los gallegos; y en los demás países donde se habla español este idioma canta y cuenta y muestra las huellas de un pasado propio y común. Todo eso, mezclado, es lo que nos hace súbditos semejantes, que no iguales, de un reino lingüístico en el que cada quien habla su lengua con la belleza, corrección e incorrección que la hace tan atractiva y particular. Atrás quedó el tiempo en que las reglas ordenaban el mundo (ya en las Letanías a nuestro señor Don Quijote rogó en su momento Rubén Darío: «de las academias/ líbranos, señor»); ahora, al menos los escritores, preferimos que las reglas describan cómo es el mundo en realidad en vez de decirnos cómo debe ser. Porque es el baquiano, el que la usa, el que sabe en su intuición cómo usarla, para bien o para mal. El que ha estado allí, en la casa del ser que es el lenguaje, es el que sabe «cómo se bate el cobre», como decimos en Venezuela.
De la misma manera como los conquistadores de América se muestran conocedores del mundo que les tocó someter, más que su rey que, a lo lejos, allá en la corte española, esperaba por noticias y riquezas que no se había tomado la molestia de ir a buscar. Esto hace levantar la airada voz de protesta de Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Lope de Aguirre, tal como ha sido contado: «“Ha cuarenta años que me he ocupado en no dormir, mal comer, y a las veces ni bien ni mal, traer las armas a cuestas, poner la persona en peligro, gastar mi hacienda y edad; los grandes reinos y señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por mi propia persona y expensas, sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos émulos y envidiosos, que como sanguijuelas han reventado de hartos de mi sangre”. Es la misma motivación que movió a los Pizarro a levantarse contra los enviados de la Corona y la que mueve a Lope de Aguirre a escribir a Felipe II para “desnaturalizarse” de los reinos de España. Empezaba con ellos una nueva vida para ellos mismos y para todo el entorno. Empezaban de hecho un nuevo tiempo y una nueva situación histórica”». Y esa situación histórica no era otra que la creación de la gran comunidad en la que ahora nos vemos inmersos y que deberíamos, ya que ha costado tanta sangre y tanto sufrimiento, celebrar y cuidar como la herencia que nos ha sido legada para que continúe y sea cada día más fuerte, más unida, más heterogénea. Y para que traiga más paz.
Esta tarde he venido aquí con la intención de anunciar la buena nueva del reino de Cervantes y me voy con la duda de si he delimitado bien las fronteras de este reino; me voy con la incómoda sensación de que apenas he mostrado un fugaz trazo de ese mapa imaginario; quise hacer como los topógrafos chinos de los que habla Borges en su cuento, que tratando de que el mapa del país fuera lo más exacto posible al país terminaron por construir un mapa tan grande como el país: una empresa a todas luces condenada al fracaso. Tal vez debía no pronunciar esta conferencia; tal vez tenía que haber dejado hablar los poetas antiguos (qué se fizo el rey don Juan/ los infantes de Aragón/ qué se fizieron) o modernos (La princesa está triste/ qué tendrá la princesa/ un suspiro se escapa de su boca de fresa) o a los escritores malditos (Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal); o simplemente, he debido comenzar con las primeras palabras de nuestro libro talismán, la novela de Cervantes, y avisarles que el verdadero cartógrafo de nuestro reino habita en algún lugar de la Mancha de cuyo nombre es mejor no acordarse.

entradas anteriores

24.2.21

Estigma, llaga y cicatriz

¿Alguno de ustedes se ha preguntado por qué diablos tenemos un hueco en medio del estómago? ¿Alguna vez alguien ha pasado horas mirándose ese hueco y se ha hecho esta pregunta fundamental, en vez de estar pensando en la inmortalidad del cangrejo? ¿Alguno de ustedes ha hurgado en ese hueco, buscando el fondo? ¿Alguien ha pensado, de verdad, en el ombligo? Yo sé las múltiples cosas que se puede hacer con un ombligo, pero nunca he visto (ni leído) a nadie reflexionando sobre él. Hace muy poco me di cuenta de que el primer estigma de nuestra vida, el primer accidente que sufrimos en el tránsito por este mundo deja como cicatriz eso que conocemos como el ombligo. Antes de nacer, estamos unidos amorosamente a nuestra madre en esa deliciosa piscina que es la placenta por el cordón que nos da de comer y nos hace respirar y justo después de que el partero o partera de turno nos dé el primer golpe de la vida nos separan irremediablemente de nuestro amoroso vínculo y nos lanzan a nuestro albedrío por ahí. Supongo que es el inicio del complejo de Edipo, de quien ya hablaré más adelante. Y ahora que lo pienso, ¿los bebés que nacen en probeta tienen el mismo huequito que nosotros? ¿Hay algo que los una a la probeta que los cuida y hace crecer?

En fin, que el ombligo es nuestra marca de fábrica, lo que nos identifica como primates, porque, hasta donde he comprobado, no he visto el ombligo de ninguna otra clase, y no es que tenga el morbo de hacerlo. Pura curiosidad. EL ombligo de un elefante debe de ser un acogedor lugar para dormir. Todo el mundo ha visto los innumerables anuncios publicitarios donde una chica en bikini, con la camisa anudada o como sea levanta sus brazos y nos enseña inocentemente su marca de fábrica sobre su vientre liso como el mármol, mientras los que acusamos recibo nos quedamos embobados, concentrados sobre el misterio que se esconde detrás de esa oquedad llena de sombras; metáfora, como le hubiera gustado decir al mono desnudo Desmond Morris de los orificios que nos inducen al placer y la procreación. Aunque no todos los ombligos son oquedad, los hay puntiagudos que más recuerdan a un calvo y estoy seguro de que Freud los habría llamado ombligos fálicos. Pero de que son atractivos, lo son, porque si no, no estaría tan de moda usar un pendiente justo en el borde, como s de una oreja se tratara. A que es bonito eso. Una marca sobre otra marca. Porque a eso hemos venido esta noche aquí, a hablar de estigmas, llagas y cicatrices. En ese orden. El estigma que es la «picadura», según el diccionario, que deja la llaga (sinónimo también de estigma) que produce la cicatriz, así ocurre el proceso y por eso digo que el ombligo es una cicatriz, la cicatriz del estigma que es nuestro nacimiento. Pero a pesar de ser el primero no es el único que podemos tener. Ahí tienen al pobre rey Edipo, que por estar desafiando las órdenes de los dioses terminó matando a su padre y casándose con su madre. Lo que lo obligó a sacarse los ojos, estigmatizarse y concluir sus días viajando por el mundo en compañía de su hermana-hija. O Prometeo, que por estar robándose el fuego de los dioses fue condenado a llevar el estigma toda su vida, y eso de quedarse sin hígado todos los días no debe ser muy agradable. Y no sólo la mitología griega es pródiga en estigmas, en la Biblia obligan a Sansón a cambiar de estigma, y de cabellera larga que da fuerza pasa a la ceguera, que finalmente le servirá para acabar con los filisteos. Aunque con esto de la ceguera hay que hacer la salvedad de que un ciego célebre, Jorge Luis Borges, lo consideraba un don en aquel bonito poema en el que casi le agradece a Dios haberle dado al mismo tiempo, los libros y la noche es decir la ceguera. Y las siete plagas de Egipto que Yahvé envía por solicitud de Moisés: no se olvide de que llaga proviene de plaga y una marca en el faraón dejaron, por lo menos para que los dejara a los judíos huir. Finalmente tenemos a Jesús, el Cristo sufriente crucificado, con corona de espinas y lanceado, metáfora perfecta de nuestra religión sufridora y pesimista. Deberíamos tomar conciencia del estigma que significa para nosotros tener esa imagen como icono del cristianismo. ¿Es que alguien ha visto a Krishna sufriendo? No, él es azul, toca flauta y está bailando con sus esposas. ¿Está coronado de espinas Buda acaso? No, es un gordo que está sentado y feliz. ¿Alguien ha visto a Confucio torturado? No, Confucio es un hombre sabio que siempre tiene la palabra precisa.

Un poeta venezolano, José Antonio Ramos Sucre, escribió esto días antes de pegarse un tiro en Ginebra: «Crecí en la casa donde todo estaba prohibido». Lo que pasa es que vivió en la casa de su tío, que era cura. Sin embargo, esta continua prohibición nos ha hecho tener eso que los historiadores llaman «alma fáustica», que nos obliga a querer conocerlo todo, a investigar y a tratar de llegar a donde nadie ha llegado. Porque nada hay mejor para la aventura que la mano que prohíbe. El estigma de la civilización occidental es al mismo tiempo su condena: ir hacia delante, cada vez más, hasta el infinito. Estar más allá del bien y del mal, como quería Nietzsche. La estigmatizada más famosa es Teresa de Jesús, en realidad es famosa la escultura que Bernini hizo de la santa. Para nadie es un secreto que el éxtasis con que es representada fácilmente es comparable con el gozoso momento de una mujer excitada, sobre todo por la sonrisa entre pícara y placentera del ángel que le clava la saeta. Y del estigma de Edipo a las llagas de Santa Teresa tenemos el espectro que va del castigo al premio, porque así se pueden entender las marcas en nuestro cuerpo: o el castigo del torturador que aplica electricidad en los genitales al guerrillero o el hueco inofensivo que una madre hace a su pequeña hija en la oreja, en el momento de nacer. Ambas, sin embargo, marcas que van a ir dándole forma al cuerpo, como el ombligo que se instaura como el centro de nuestro mundo. El cine ha recogido el mito del conde drácula, ese estigma que estigmatiza a todo el que muerde convirtiéndolo, a su vez, en una criatura de la noche. Y hablando de la noche, todos los que hemos visto películas de hombres lobo sabemos de qué manera un hombre se transforma en el animal. Ese animal que en los cuentos infantiles medievales era el sinónimo de los peligros del bosque. Pero también un actor puede quedar estigmatizado con un personaje, como Paul Naschy, que no podemos sino recordarlo haciendo de hombre lobo, igual como recordaremos siempre a Bela Lugosi como Drácula o a Boris Karloff como Frankenstein, a pesar de que Robert De Niro intentó con gran fracaso usurpar su puesto. Y saliéndonos de las pelis de terror, ¿quién no recuerda a Johnny Weismuller haciendo Tarzán, si murió anciano y decrépito dando gritos de mono como un loco en el hospital donde atendieron sus últimos días? ¿O quién no recuerda a Guy Williams haciendo en la tele del Zorro, ese malhechor pro-hispánico, que siempre tuvo la suerte de su lado a la hora de dar al traste con los planes independentistas de los californianos? Guy Williams, el mismo que hizo el doctor Robinson en el antiguo Perdidos en el espacio.

Y ya que estamos en el espacio, actores famosos y marcados por sus personajes: Leonard Nimoy, mejor conocido como el dr. Spock de Viaje a las estrellas, Jonathan Harris, mejor conocido como el dr. Smith de Perdidos en el espacio. En televisión española recuerdo las películas de Marisol, cuyo estigma es ser aquella niña que cantaba la tómbola y hacía correr su caballito y de la que todos nos enamoramos alguna vez. Y de la televisión venezolana supongo que el gran estigma que la marca es el de las telenovelas, que todos hemos visto, aunque sea a escondidas. Por último, quisiera dejar flotando esta idea en el aire: en nuestro mundo contemporáneo nada ya es reconocible si no tiene las marcas, los estigmas encima. En estos días un amigo mío me dijo que había leído La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y yo le pregunté qué le había parecido. Él me dijo que se preguntaba que si la hubiera presentado él en la editorial la habrían publicado, con lo cual no supe si era porque no le había gustado o porque se sentía preparado para escribir así. En todo caso es el sello, es la marca lo que da el aval.

¿O es que no diferencian las hormigas por el olor las cosas vivas de las muertas? ¿No se huelen los animales entre sí para saber si es amigo o enemigo? ¿Vamos a ser menos nosotros, primates poseedores de una marca desde el nacimiento, nuestro ombligo querido fuente de enigmas y placeres?

(Leído en el Café Moderno de Salamanca. 3 de abril de 2000).

entradas anteriores

21.2.21

La madre de Alejandro Magno

Les dejo hoy un fragmento de mi libro La reina de los cuatro nombres. Olimpia, madre de Alejandro Magno, un libro publicado en 2005 y que no me importaría volver a publicar. Esta enigmática reina usó cuatro nombres en su vida, y el de Mirtale fue uno de ellos.

Lo que se narra a continuación pudo perfectamente haber ocurrido...

Mirtale, o la luz a borbotones
Mirtale sueña otra vez. Se revuelve en su cama suave, como la piel de todo su cuerpo. Las imágenes de esta noche le arrugan la frente, llena de sorpresa y de un vago pavor. En su sueño, un león tuerto de amplia cabellera se acerca hasta ella y, con una de sus garras, sella la entrada de su vientre, que está a punto de estallar. El león la mira con su único ojo y le sonríe, y articula unas palabras que ella no entiende y que supone dichas en lengua de león. No entiende, sin embargo, cómo puede un león hablarle; la posibilidad de que en los sueños ocurran las cosas más disparatadas no le pasa por la cabeza, acostumbrada como está a recibir señales de los dioses cada noche, como si en vez de dormir subiera a un reino donde la esperan para aconsejarla. Pero lo del león hablándole no forma parte de lo que suele ocurrirle cuando sueña, así que no lo da por normal. Por un instante cree que todo esto es a causa de la pesada cena de hoy; pero el amago de un rayo la saca de su error: de su regazo blanco y suave en lo más íntimo brota una brillante luz que lo ilumina todo: su cama, las plumas de ganso de su almohada, sus ropas y su habitación; fluye por las ventanas y se riega por los pasillos del palacio, cegando a sirvientes y señores; abre las puertas principales y la ciudad toda se vuelve un destello brillantísimo, los huertos y los olivares cercanos, los rebaños de ovejas y las vacas de mirada tonta sucumben ante el fragor de los rayos; los campesinos, las chozas escondidas y los riscos inaccesibles salen de la penumbra por acción del fogoso haz que emerge de ella sin que pueda dominarse ni detectar nada salvo un cosquilleo que la hace sonreír.

La luz no cesa.

Cada vez es más gruesa y, como si fuera un río lácteo que rodea todo, ilumina vigorosa cada cosa que alcanza, y Mirtale tiene la sensación de que este fenómeno no va a acabar nunca; las fronteras del país, el reino vecino de los macedonios, y la orilla de la playa se bañan de la luz que no cubre pero enceguece; y como caballitos marinos que iniciaran una excursión bélica, los rayos que salen de ella se adentran en el proceloso mar y llegan a todas las otras orillas, alumbrando con su ceguera las demás tierras, los rebaños de las otras tribus, los palacios hostiles de rei­nos menos civilizados o más hedonistas: ¡el mundo todo se plaga de la luz que nada deja de lado! ¡La luz que brota de ella como manantial inagotable, como fluido implacable y aventurero! Las mismas paredes del cosmos, los confines del Océano infinito, reciben sin poder evitarlo la cálida caricia que como torrente continuo sale de ella, como densa capa de rayos, como si de un sol nuevo se tratase, un sol de dieciséis puntas que se esconde en sus entrañas y le acaricia la entrepierna. Cada cosa y cada ser del mundo están ahora iluminados para siempre.
«¿Para siempre?», piensa la princesa en su sueño. Los dioses le han enseñado que nada dura para siempre, sólo ellos y su poder son imperecederos. «¿Acaso emana de mí un dios?», cree preguntar en voz alta, pero entonces, produciendo un sonido que nunca había escuchado ni podría ser de su lengua materna —¡zap!—, la luz que hasta ese momento inundaba la tierra desaparece, sumiendo todo —Océano infinito, reinos extranjeros, rebaños, campesinos, ovejas, ciudades del futuro, pasillos y palacios— en una oscuridad aún más negra que antes; incluso su habitación, sus sábanas y sus ropas, las plumas de ganso de la cama que la protegen y su vientre no son más que oscuras formas en un mundo que de repente se ha quedado sin el sol que los adivinos juzgarían eterno y las entrañas de los animales muertos augurarían imperecedero.

Despierta, bañada en sudor. Sola. ¿Dónde ha ido su marido? ¿Sigue de juerga en el gran salón del palacio? Levanta la nariz, como si quisiera otear el aroma que la lleve hasta él, y aguza el oído, por si oye alguna canción, una risa, una flauta entretenida. Su respiración aún está alterada por el sueño que acaba de tener. Se toca la frente y baja la mano suavemente por la mejilla, sigue bajando y roza un seno; su vientre está hirviendo; su entrepierna, mojada, se ha untado de un líquido cremoso. La piel erizada.

No llama a su criada porque prefiere levantarse y buscar ella misma un vaso de agua, con una vaga sensación de pavor, porque ahora está excitada, húmeda y ansiosa. No es, sin embargo, nada que deban saber los siervos, ni siquiera Eufrasia, su aya fiel. La que le contaba el origen de su nombre y le cosía muñecas de trapo parecidas a ella. ¿Las llamaba a todas Ofelia?

Bebe agua con prisa, avara con cada gota y se detiene frente a la ventana que da a las montañas, a ver si la brisa que entra suavemente la refresca un poco antes de volver a dormir. Respira hondo y se abraza, ya más tranquila. Soy Mirtale, iniciada en los Misterios y princesa huérfana de Epiro, descendiente del mismísimo Aquiles, el de los pies ligeros, —murmura, como repasando una lección, aunque esto nunca dejará de tenerlo presente—.


Ni siquiera en su anciano y remoto final.


entradas anteriores