10.3.21

El oficio de escritor

Hace mucho años leí El oficio de escritor, un pequeño ensayo del novelista Guillermo Meneses, en el que dejaba claro lo que para él significaba el trabajo al que dedicó buena parte de su vida. Recuerdo que reflexionaba de una manera -para mí- nueva sobre una actividad con la que cada vez me sentía más identificado; la escritura no podía ser un mero pasatiempo, ni un hobby, ni el complemento gracioso de la verdadera labor. Meneses trataba de devolverlo a la simple dignidad de ser un oficio como cualquier otro. El escritor debería compartir una metafórica mesa laboral con el carpintero, el abogado, el médico, el comercial, el pescador: las cosas que el ser humano tiene que hacer para ganarse la vida, aunque ya Mafalda anotó que los gatos no necesitan nada más para ser lo que son, mientras que nosotros parece que estamos obligados a ejercer un oficio para llamarnos humanos. Cosas de niños.

El breve ensayo de Meneses, que estaba incluido en Espejos y disfraces, llegó a mí en un momento en que descubría el universo de El falso cuaderno de Narciso Espejo al mismo tiempo que entraba alumbrado y sin herramientas en la literatura de Thomas Mann (su telúrico y musical Doktor Faustus, sus sugerentes y eróticos diarios, su Muerte en Venecia, que parece pensada para que Visconti hiciera una peli hermosa, y Dirk Bogarde sudara tinte para el pelo ante los seductores bucles del Tadzio Bjørn Andresen); era la erótica de Mann, de quien Meneses había aprendido no pocas lecciones.

En efecto, desde hace muchos años muchedumbres de escritores tratamos de vivir de lo que escribimos, proeza que casi siempre es imposible, porque no termina de ser considerado el asunto un trabajo más, porque los puestos de trabajo son más bien pocos y porque, todo hay que decirlo, a este oficio le suele ocurrir lo que le ocurre al sentido común según Descartes: todo el mundo cree tener el suficiente, se conforma con el que posee y no viene a por más. Y quiero agregar que con la escritura creativa nos ocurre a la gente como cuando nos topamos con una humilde flauta dulce: de inmediato la cogemos, como si fuera un cacharro de cocina y la hacemos sonar para demostrar que solo es una flautica y que cualquiera puede tocarla. Solemos perpetrar los pollitos dicen y la dejamos en la mesa al instante porque sabemos, muy en el fondo, que ese tesoro de sonidos no fue hecho para esas vulgaridades.

Porque la poesía es la más inocente de las acciones y el lenguaje es el más peligroso de los bienes, que dijo aquel poeta, tendemos a pensar que si la literatura se hace con palabras, que es lo que uso todos los días, pues no debe de ser difícil que yo me considere un escritor. Y nada más lejos de la verdad. También cagamos todos los días y no por eso somos nutricionistas.

Si uno quiere tener la aspiración, que no la licencia, de ejercer este oficio, debe empezar primero que nada a considerarlo como tal. Y, como tal, debe empezar a tratar de aprender los trucos, las lecciones, los procedimientos; igual, igualito que un aprendiz de albañil, un pasante de hospital o un ayudante de artista plástico. Tiene que empezar a ejercer el oficio y eso requiere, como todo, tiempo en cantidad.

Lo malo es que este oficio suele ser remunerado después, muchos años después. Aunque hay que recordar que también hay médicos que llevan un taxi, cantantes que sirven cafés e ingenieros que venden pantaletas. Pero pregúntenle a cualquiera de ellos a qué se dedican y contestarán de inmediato: soy médico, o soy ingeniero o seré una gran actriz; nunca dirán voy a operar a mucha gente, pero cuando termine el turno de mi taxi; ahora mismo me voy al teatro Kodak a recoger mi Oscar, después de mi turno de la tarde en la cafetería. En cambio, cuando uno dice que se dedica a escribir de inmediato te preguntan, muy bien, ¿pero con qué te ganas de la vida?

—Llevando un blog —me dan ganas de contestar.


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