11.3.25
El informe sobre Clara / Nochebosque

10.11.21
Primeras páginas de «Renacen las sombras» (Editorial La Huerta Grande, Madrid, 2021)

16.4.21
Mi hoplita
Me acordé de él cuando vi 300, película basada en el cómic de Frank Miller, y no dejó de impresionarme (para bien y para mal) por varias razones. Una de ellas son los efectos especiales que tanto me gustan y que aquí son impecables; otra es por la no tan ingenua tergiversación de la historia, en la que Jerjes es negro y drag queen (y encima se pone a la cabeza de su ejército, al descubierto, sin protección), los persas unos bárbaros, los oráculos bailan como en videoclip, la clase sacerdotal es leprosa, y los espartanos son unos modelos de revista sensibles, valientes y civilizados, cosa que, no lo dudo, pudo haber sido así. Pero, ¿los persas presentados como unos bárbaros? Persia era una cultura envidiada por Grecia por su refinamiento y sofisticación; la Persia de Ciro el Grande era el modelo a seguir y no en balde Alejandro quiso hacerse dueño del territorio que una vez perteneció a los aqueménidas. Así que me parece otra visión etnocéntrica y racista de Hollywood cuando presenta a los persas como esos dañados y feos seres mientras que Esparta (¡la Esparta que eliminaba bárbaramente a sus hijos deformes y estaba encantada con la esclavitud!) es ese lugar donde la justicia es tan amplia que hasta las mujeres podían hablar en la asamblea de la polis. La historia hecha añicos en beneficio de la ideología. Como siempre.

11.4.21
McCarthy y la lectura superficial

Cormac McCarthy
Confieso que cada día atesoro menos (buena) disposición para leer cierto tipo de libros, y tengo plena conciencia de que puede tratarse de un problema lector que me concierne a mí, y no a los libros que ya no quiero leer. Por varias razones: porque no los entiendo; porque los entiendo y no entiendo qué es lo que les celebran tanto; porque cada vez que me los pongo delante de los ojos se me cierran, como huyendo de un discurso que nada me dice. El aburrimiento es libre y por eso cada uno de nosotros tiene derecho a entretenerse con lo que le plazca, desde el horror de los grandeshermanos (que han hurtado obscenamente una excelente idea narrativa de Orwell) a las consideraciones lógicas de Wittgenstein o los chistes renacentistas de Leonardo. Diciendo esto no quiero escaquearme como un caballo de ajedrez para no enfrentar el asunto sin tapujos: quizá lo que ocurre es que cada vez somos más superficiales, narrativamente hablando, cuestión que de ningún modo me quita el sueño.
Porque si tener esta sensibilidad narrativa significa tragarse completo el tostón que es La carretera, la premiada (y alabada, y consentida, y celebrada y añoñada) novela de Cormac McCarthy, pues prefiero seguir disfrutando de las vicisitudes de las expulsadas fábulas entre Nueva York y las tierras natales, la verdad. Y es que esta novela de McCarthy tiene más de doscientas páginas de texto plaano y leeento, de discurso aparentemente apocalíptico, más bien apocaestítico, que te obliga a seguir a un padre y a su hijo por un Estados Unidos devastado por el invierno nuclear. Quizá como relato la anécdota habría sido más efectiva, porque es meollo insuficiente para el universo de la novela, pienso, y puedo estar equivocado.
Este libro no es para mí (cuando leí Todos los caballos bellos la cosa mejoró un montón). El libro ha tenido su éxito merecido entre los lectores entusiastas y los críticos profundos; pero creo que deberían poner una advertencia para los lectores banales como yo: «Manténgase alejado de los videojugadores, hiperquinéticos crónicos y de los que ya vieron la maravillosa The Straight story, de Lynch». Quedan advertidos. Después no se quejen. Como yo.

9.4.21
El síndrome Bayard
Lo insólito es que hay un montón de gente así, y uno mismo puede perfectamente incurrir en esta fea costumbre si se descuida y deja que la cuota de soberbia exceda los límites normales. Para disimular esa maña, Bayard ha escrito ese divertidísimo libro, instructivo y pícaro al mismo tiempo, Cómo hablar de los libros que no se han leído, que es algo así -también es algo así- como un manual de instrucciones para quedar bien cuando no tienes ni idea de algún título pero igual quieres impresionar a tu interlocutor. Pero, ojo, que nadie se tome demasiado en serio sus consejos; o sí: no lean el libro, para qué, con el título es suficiente. Digan que lo han leído y que lo han pasado en grande, o escandalícense y condenen a la hoguera de la ignominia a semejante autor que se atreve a jugar con las cosas de comer.
En el fondo, la solución menos angustiante, y la más sabrosa, es sentarse con paciencia y comenzar a leer aquellos libros que nos llamen la atención; y no hay problema, si el trabajo no lo exige, en dejar de lado aquellos que no nos interesen por cualquier razón que, en el caso de un lector libre de compromisos, cualquiera vale.
Pero, por favor, no sean tan estúpidos como para pavonearse delante de los que sí han leído un libro, emitiendo juicios de valor que, de valor, más bien poco. No hay nadie más ridículo, triste (y, por qué no decirlo de manera más dura, despreciable) que aquél que denigra algo con la simple fuerza de su ignorancia.
Para esos, seguro que san Agustín ya ha reservado un lugar especial en el infierno. A menos que el infierno sea una democracia, y en él no haya lugares especiales.
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7.4.21
Escritores en Scotland Yard

4.4.21
Cuentos chinos
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2.4.21
Los ricos, al natural

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31.3.21
El verdadero revolucionario
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28.3.21
América es una palabra que viene del futuro
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26.3.21
Three monkeys

Son los que aparecieron en una pared de Lavapiés; ¿serán quizá el aviso de que ha comenzado ya el fin del mundo? Otra opción es que se trate de los tres monos sabios de que habla la tradición japonesa, esa que tanto se cita hoy día, la del no oigo, no digo, no veo. O quizá sea una mezcla de varias tradiciones. Yo, por si acaso, miro bien por ahí, no vayan a estar merodeando Brad Pitt o el siempre endurecido Bruce Willis.
Porque ya se sabe, se comienza pintando monos en las paredes y se termina soltando un virus mortal en cualquier aeropuerto, por más que los científicos del futuro insistan en parar al loco que se empeña en acabar con la Humanidad. Que no sé para qué ese genocida de los tres monos se aplica tanto en la labor, si la Humanidad no necesita ayuda para aniquilarse: se mata solita. Y si no, tiempo al tiempo.
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24.3.21
La diferencia entre la desobediencia civil y el delito ciudadano

21.3.21
La Biblioteca, la luz del mundo

19.3.21
El blog de Baudelaire

17.3.21
Mi Einstein

14.3.21
El pupitre y el culto a la mediocridad
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12.3.21
Por qué no creo en las revoluciones
Ciertamente, Miranda, O'Higgins, Bolívar, Franklin, Hamilton y un largo etcétera fueron miembros de organizaciones masónicas cuya conformación secreta y tendencia a la universalidad están fuera de cualquier duda. Pero al margen de toda esta historia que conjuga las ambiciones de los banqueros con el devenir histórico y los flujos de espiritualidad de las catedrales medievales, el libro me ha dado que pensar en torno al asunto de la utilidad de las revoluciones y por qué yo las rechazo con tanto encono.
Siempre me ha parecido que revoluciones como la francesa, la rusa, la estadounidense o la venezolana no fueron más que insalubres abscesos en la línea de la historia que siempre exige un desaguadero que, siquiera un poco, alivie las tensiones entre los actores de los acontecimientos. Se llega a un momento de tanta presión que la misma sociedad da forma a una salida violenta para apaciguar los ánimos y rendir culto a los dioses de la venganza y la retaliación. A las revoluciones las mueve un sustrato ahíto de pasiones del tipo ojo por ojo y diente por diente, y no veo yo que eso lleve ni por casualidad a progreso alguno.
Se nos ha enseñado que gracias a las revoluciones (francesa, gringa, venezolana, etc.) hemos conquistado derechos tan importantes como la libertad, la igualdad, la fraternidad, el aborrecimiento de la esclavitud y toda una ristra de características que adornan lo que ahora consideramos democracia. Yo, en cambio, pienso que todas esas virtudes las hemos consolidado a pesar de esas revoluciones que, en el fondo, o eran conservadoras, como la de Estados Unidos, y su finalidad no era otra que mantener las cosas como estaban, o fueron verdaderos desastres nacionales como la francesa, la rusa y la venezolana, que dejaron postrados en la posguerra a los países donde ocurrieron.
Muy noble y muy grande debe de ser la Humanidad que es capaz de recobrar la cordura tras estos festivales de sangre y venganza. Las revoluciones no traen progreso; son una advertencia de que las cosas no van como debieran. Al menos, el progreso no lo traen este tipo de escaramuzas donde hacen su agosto resentidos de toda clase y oportunistas astutos que saben usar la flama de la palabra.
Quizá las únicas revoluciones en las que yo confío son aquellas silenciosas que cambian el mundo y lo echan pa'lante sin que nadie pueda hacer nada, sin producir ningún trauma pero que moldean nuestra percepción para siempre y sin vuelta de hoja: el día en que Arquímedes descubrió el método para calcular el volumen de los objetos (¡eureka!); la noche en que Copérnico supo que la Tierra no era el centro del Universo y concibió su De revolutionibus; la tarde en que Andrés Bello entendió la función de los verbos en las oraciones y se propuso construir el edificio de su hermosa Gramática; el momento en que Descartes dio con la existencia casi tautológica del yo (si estoy pensando quiere decir, como mínimo, que existo): Esas son, para mí, las verdaderas revoluciones, y no aquellas acumulaciones de pus en las que los mediocres y los charlatanes hacen vendimia.
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10.3.21
El oficio de escritor
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7.3.21
Amo a las hormigas
Ya grande (ya viejo), el libro que me sirvió de revelación en este camino a Damasco de tercera clase fue Viaje a las hormigas, de Bert Hölldobler y Edward Wilson, dos que sí habían podido cumplir su sueño de pasar la vida agachados jurungando a estos diminutos, feroces y eficientes seres. Según sus propias palabras, las hormigas son tan peleonas y territoriales que si tuvieran bombas atómicas, el mundo duraría una semana. En todo caso, las pequeñas hormigas que, sumadas todas -son como un trillón-, pesan lo mismo que todos los mamíferos, han sido, junto con los gatos, uno de mis animales preferidos. Sólo que ellas están mucho más distribuidas por el mundo, y casi no hay lugar de la tierra donde uno no se tropiece con sus mandíbulas levantadas y dispuestas a hacer trizas la cabeza del que revire.
Otra mirmecóloga célebre, Charlotte Sleigh, difiere y refuta la fama de peleonas que sus colegas les han endilgado, y en Ant rompe una lanza a su favor: las hormigas no andan buscando matarse con las vecinas, su finalidad más importante es la de buscar comida, porque son trabajadoras y grupales. Solo que se atraviesan otras y luego pasa lo que pasa. Es interesantísimo leer esta teoría feminista de la mirmecología que, combinada con las propuestas de sus colegas, quizá se acerque más a la verdad. Lo que no he descubierto todavía es cuál es el papel que juegan los bachacos, esos culones de grandes mandíbulas cuya mordida no duele pero que son capaces de levantar una hoja del tamaño -para ellos- de un edificio.
A veces la vocación es un llamado que se puede ignorar -y seguir tan campantes. Las hormigas lo perdonan todo. Por algo Buñuel las metió en el cásting.
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5.3.21
Teoría de las utopías
Cuando Tomás Moro levantó el edificio de su lugar en ninguna parte, su Utopía, le puso nombre a algo que ha estado en la imaginación del ser humano desde que el mundo es mundo: over the rainbow hay un lugar en el que nadie sufre, en el que todos somos felices; pero suele suceder que ese lugar ideal queda lejos, es de viaje difícil y casi siempre aparece el aguafiestas de turno, como Edwards, a decir que todo es mentira y que algo huele a podrido en Dinamarca. La fuerza de la utopía es tan grande que puede quebrantar nuestro libre albedrío y anular los movimientos de la voluntad. Eso lo sabían los demagogos como Castro y Chávez: aceptamos más rápidamente las promesas de una vida fácil y sin complicaciones (el edén siempre es una posibilidad jugosa) antes que la evidencia de la cruda realidad en la que hay que ganarse con constancia lo que se desea. ¿Dije demagogos? Yo prefiero usar la palabra homérica que le gustaba a Miranda: demovoros, devoradores de pueblo. Esos oscuros seres capaces de jugar a su antojo con la ilusión de la gente, capaces hasta de doblegar la voluntad de aquél que creó a esos obstinados seres llamados cronopios, hermanos de los voluntariosos y ordenados famas. La verdad, amigos, yo agradezco a la señora Muerte que se haya llevado temprano a Cortázar, padre de la Maga y el bebé Rocamadour, pues puso a salvo la lectura fascinante que nos espera en sus libros, alejada del desengaño: visto lo visto, el escritor argentino parece que fue tan libre en la escritura de sus extraordinarios textos como dogmático, torpe y tozudo en sus convicciones políticas: ni siquiera la realidad del totalitarismo castrista le hizo ver que él y su generación de escritores habían colocado las esperanzas en el castrismo, esa equivocación de la Historia que parece no alcanzar la absolución definitiva del cáncer terminal.
Qué peligro. Qué peligro son las utopías. Sobre todo en manos ociosas.
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