28.3.21

América es una palabra que viene del futuro

Alfredo Jaar, A logo for America, 1987.

En 1987, el chileno Alfredo Jaar montó A logo for America, una significativa instalación en Times Square, el corazón de Nueva York. Era una valla electrónica que ofrecía tres imágenes: un mapa de Estados Unidos sobre el cual se leía This is not America; la bandera estadounidense sobre la que se advertía This is not America's flag; y, finalmente, un mapa de todo el continente americano sirviendo de "R" de la palabra AMÉRICA. De alguna manera esta instalación quiso recordar a los estadounidenses que el adjetivo con que se han dado a conocer en el mundo no les pertenece solo a ellos. De hecho hay varias decenas de países, entre Groenlandia y las siempre argentinas Malvinas, entre Alaska y la isla de Margarita, que pueden adjudicarse el apelativo de americanos. El continente debió llamarse Colombia, pero la Historia permitió que fuera Americo Vespucci el padrino del nuevo mundo descubierto por el Almirante. Vespucci, quien —por cierto— también dio nombre al país que le recordó Venecia por las casas indígenas construidas sobre el agua: la pequeña Venecia, Venezuela.

La reflexión nominal que abre esta nota se entiende porque cuanto pensemos sobre el futuro (el mío, el de ambos, el imperfecto, el final) vendrá determinado por el diseño que nuestras palabras preparen para ese futuro. No hay acto por venir sin gesto (o palabra) del presente, sin huella del pasado. Así lo entendió Spengler en su Decadencia de Occidente cuando advierte que su libro acomete, por vez primera, la tarea de predecir la historia. Brujo o futurólogo, el historiógrafo germano sabía que basta un cambio de perspectiva en el estudio del pasado para percibir con más veracidad el próximo acontecer, que la historia es un ser vivo y que los procesos se repiten indefinidamente; que el hombre camina como un topo ciego por el borde del anillo de Moebius, y que tiene sentido decir camino hacia arriba, camino hacia abajo: uno y el mismo son. Pensar en Latinoamérica sin involucrar a Estados Unidos, Canadá y el Caribe franco-anglófono es una seria impertinencia. También sin tomar en cuenta que Latinoamérica es el producto sincrético de tres culturas cuyos colores son el blanco europeo, el negro africano y el bronce infinito del indígena. La pregunta ¿qué será de la América Latina en el próximo milenio?, tiene mil (o infinitas) respuestas pero, al menos, dos muy probables.

La primera va siendo realidad cada vez con más evidencia: la mezcla cultural, política, social y lingüística de los países latinos con EE. UU. Es moneda corriente el desplazamiento de la cultura del fast-food, los blue jeans y los anglicismos hacia Venezuela, Argentina o México; pero también es cierta la latinoamericanización de Miami, Nueva York, Los Ángeles o San Francisco. Con un poco de suerte, el castellano sobrevivirá, dentro de 200 o 300 años, conviviendo con sus lenguas hijas, los futuros espánglish de la costa atlántica y el chicano de la costa del pacífico. Y más allá de eso, hace tiempo que artistas, científicos y pensadores como el canadiense Northrop Frye, el uruguayo Ángel Rama, el argentino Jorge Luis Borges, los estadounidenses Carl Sagan, Noam Chomsky y Alan Sokal, los mexicanos Octavio Paz y Carlos Fuentes, el brasileño Darci Ribeiro, el caribeño Derek Walcott, o los venezolanos Ernesto Mayz Vallenilla, Jacinto Convit y Luis Alberto Machado, han paseado sus ideas a lo largo y ancho del continente, confrontándolas, desarrollándolas y discutiéndolas para crear —cada uno a su manera— hilos invisibles en el discurso del futuro.

La segunda respuesta sobre el porvenir en Latinoamérica ya fue ensayada: se llamó la Gran Colombia, el frustrado proyecto político (soñado por Bolívar sobre la base de las ideas de un incanato americano de Francisco de Miranda) para erigir un solo país en lo que antes había sido la América del imperio español. Mezquindades, egoísmos y torpezas impidieron la evolución de una comunidad parecida a la Unión Europea de nuestros días. Tal vez —en estos tiempos globalizados— empecemos a estar maduros para volver a ensayar la vida como un solo pueblo, más allá de mercosures, pactos andinos o grupos de tres; a pesar de los gobernantes folclóricos y simplemente torpes que tenemos que sufrir. Vale la pena recordar que Miami, casi capital latina, hoy es el lugar de encuentro de los mass media latinoamericanos, que no es poco decir.

Quiero insistir en esta idea: podría no ser extraña la conversión del imperio estadounidense en un imperio de lenguas y culturas latinas, tal como ocurrió con Roma, Alejandría y Bizancio, que de romanos politeístas pasaron a cristianos, algunos grecoparlantes, casi sin solución de continuidad.

Pero aún hay una tercera opción, más extraña e íntima, más antigua. Debajo de todo el continente se siente la huella de los habitantes originarios; mayas, incas, aztecas, chibchas, waraos, yanomamis, caribes, sioux, timotocuicas... cientos de culturas cuyas idiosincrasias aún actúan sobre los habitantes, y que se nota en detalles inesperados, cuando toman un vaso de agua, cuando miran al cielo, cuando hacen el amor o piden un poco de café. En esta opción el futuro está fuertemente asido al mundo indígena que, en definitiva, conforma en cada americano el tiempo mágico (como lo llamó Spengler y lo inventaron Carpentier, Ambrose Bierce y García Márquez) y que probablemente lo lance a un mañana circular, expansivo y fractal, en el que el juego norte/sur hará que siga siendo la frontera de occidente, el límite donde una vez Europa se miró a sí misma —y sintió terror. El futuro de América es impredecible no por oscuro, sino por infinito. Cabe una pregunta final: ¿Qué quiere hacer el a sí mismo llamado viejo mundo ante este cambio continuo? ¿Cómo se piensa dentro de él? ¿Qué quiere hacer en el juego que él mismo puso en marcha? ¿Quiere dar la espalda o quiere venir a jugar?

(Una primera versión de este artículo apareció en el suplemento #100 de Batuecas de la Tribuna de Salamanca, el 26 de septiembre de 1998).


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