24.3.21

La diferencia entre la desobediencia civil y el delito ciudadano

Desde que el mundo es mundo, el ser humano se vio obligado a establecer ciertas reglas de juego, a imitación de las que tiene la naturaleza, para que la convivencia con los de su misma especie fuera más o menos normal y los enfrentamientos naturales por el territorio, la reproducción o los recursos se redujeran a la mínima expresión. 

Hemos ensayado todos los modelos posibles de vida en comunidad y algunos nos han resultado más eficaces que otros, algunos han sido menos dolorosos y otros pocos han tenido relativo éxito. Matriarcado, patriarcado, democracia, tiranía, triunvirato, comunitarismo, shaponos, librepensamiento, waldenismo, dictadura, sociedad, matrimonio, bigamia, poliandria, amazonismo, ascetismo, nomadismo, imperialismo, anarquía, tetraquía, protectorados, colonialismo... todos, todos los sistemas de vida humana han sido ensayados a lo largo y ancho de la Historia y en los cinco continentes y, como he dicho, algunos han tenido más éxito que otros, algunos han producido mayor miseria, y unos pocos, muy pocos, han procurado la "mayor suma de felicidad posible" (Bolívar dixit) a sus actores pasivos y activos.

Hasta que se demuestre lo contrario, el sistema que hemos heredado del mundo grecolatino y que hemos adaptado a nuestra propia concepción del mundo, la democracia, se ha mostrado como el sistema menos malo (y subráyese el epíteto, menos malo) de cuantos en el mundo han sido, y eso no es cosa de alegrarse, pero al menos algo es algo. Aún la democracia está en una etapa de desarrollo "inicial", debe pasar por varias y duras pruebas hasta que el ser humano entienda que no se pueden coartar las libertades de los ciudadanos (los polites griegos) en beneficio del omnímodo poder del Estado y no se puede reducir al Estado hasta el tamaño de un ratón en beneficio de los apetitos de cada uno de los ciudadanos.

Quizá este movimiento de ida y vuelta no tenga salida concreta, pero estoy seguro de que la paradoja de la vida democrática en un Estado fuerte no se resuelve siguiendo con ceguera el consejo lúcido, sabio, y muy complejo de Simón Rodríguez, o inventamos o erramos. Esta frase ha producido, creo yo, más confusión que luz, porque son muchos en Venezuela los que creen haber encontrado la frase bisagra para los desbarres mentales y el delirio oportunista. No se puede inventar nada nuevo; a lo sumo, quizá se pueda volver sobre nuestros pasos y reflexionar sobre ellos.

Antes que cualquier revolución, los seres humanos necesitamos confiar en las propias leyes que nos imponemos para domesticar los instintos y dormir al Gilgamesh que llevamos dentro; antes que cualquier idea de patria (o muerte) debemos respetar la ley escrita tanto como si de la ley natural de la gravedad se tratase y fuera igual de inevitable porque de lo contrario corremos el riesgo de caer en la ley del más fuerte y, allí, señores, sólo sobrevive el que tiene más garras y colmillos más afilados.

Es aquí donde los límites entre la desobediencia civil, que llama la atención sobre los desmanes de algunos se difuminan en el terreno del delito ciudadano, una de las formas más tristes de la mediocridad, justamente porque atenta contra el normal funcionamiento de la vida en sociedad, contra el funcionamiento cotidiano de las relaciones entre los polites. Y la mediocridad, en vez de ser una condecoración que da derecho de saquear los recursos de todos como más nos convenga, se vuelve peligrosa señal de debilidad que, tarde o temprano, se cobra sus deudas.

Y si no me creen, vuelvan a ver la suerte de Escar en El rey león...

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