31.3.21

El verdadero revolucionario

Parece inofensivo, pero este es el verdadero revolucionario al que hay que agradecerle su audacia: el día en que puso en marcha su revolución, nadie se dio cuenta, pero ya todo estaba perdido: cuando puso el punto final a su De revolutionibus, la Tierra había dejado de estar en el centro del Universo y revelaba humildemente su verdad: que tan solo danzaba alrededor de una estrella de tamaño mediano, ubicada en un punto de la galaxia que hoy en día sabemos que ni siquiera es tan importante. Este es el rostro del revolucionario que todos los imbéciles que usan camisetas como parte de su cerebro deberían llevar orgullosamente impresas en sus pechos, y no la de ciertos personajes más asesinos que útiles. Qué revoluciones ni qué ocho cuartos; las observaciones de Nicolás Copérnico y más nada.

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28.3.21

América es una palabra que viene del futuro

Alfredo Jaar, A logo for America, 1987.

En 1987, el chileno Alfredo Jaar montó A logo for America, una significativa instalación en Times Square, el corazón de Nueva York. Era una valla electrónica que ofrecía tres imágenes: un mapa de Estados Unidos sobre el cual se leía This is not America; la bandera estadounidense sobre la que se advertía This is not America's flag; y, finalmente, un mapa de todo el continente americano sirviendo de "R" de la palabra AMÉRICA. De alguna manera esta instalación quiso recordar a los estadounidenses que el adjetivo con que se han dado a conocer en el mundo no les pertenece solo a ellos. De hecho hay varias decenas de países, entre Groenlandia y las siempre argentinas Malvinas, entre Alaska y la isla de Margarita, que pueden adjudicarse el apelativo de americanos. El continente debió llamarse Colombia, pero la Historia permitió que fuera Americo Vespucci el padrino del nuevo mundo descubierto por el Almirante. Vespucci, quien —por cierto— también dio nombre al país que le recordó Venecia por las casas indígenas construidas sobre el agua: la pequeña Venecia, Venezuela.

La reflexión nominal que abre esta nota se entiende porque cuanto pensemos sobre el futuro (el mío, el de ambos, el imperfecto, el final) vendrá determinado por el diseño que nuestras palabras preparen para ese futuro. No hay acto por venir sin gesto (o palabra) del presente, sin huella del pasado. Así lo entendió Spengler en su Decadencia de Occidente cuando advierte que su libro acomete, por vez primera, la tarea de predecir la historia. Brujo o futurólogo, el historiógrafo germano sabía que basta un cambio de perspectiva en el estudio del pasado para percibir con más veracidad el próximo acontecer, que la historia es un ser vivo y que los procesos se repiten indefinidamente; que el hombre camina como un topo ciego por el borde del anillo de Moebius, y que tiene sentido decir camino hacia arriba, camino hacia abajo: uno y el mismo son. Pensar en Latinoamérica sin involucrar a Estados Unidos, Canadá y el Caribe franco-anglófono es una seria impertinencia. También sin tomar en cuenta que Latinoamérica es el producto sincrético de tres culturas cuyos colores son el blanco europeo, el negro africano y el bronce infinito del indígena. La pregunta ¿qué será de la América Latina en el próximo milenio?, tiene mil (o infinitas) respuestas pero, al menos, dos muy probables.

La primera va siendo realidad cada vez con más evidencia: la mezcla cultural, política, social y lingüística de los países latinos con EE. UU. Es moneda corriente el desplazamiento de la cultura del fast-food, los blue jeans y los anglicismos hacia Venezuela, Argentina o México; pero también es cierta la latinoamericanización de Miami, Nueva York, Los Ángeles o San Francisco. Con un poco de suerte, el castellano sobrevivirá, dentro de 200 o 300 años, conviviendo con sus lenguas hijas, los futuros espánglish de la costa atlántica y el chicano de la costa del pacífico. Y más allá de eso, hace tiempo que artistas, científicos y pensadores como el canadiense Northrop Frye, el uruguayo Ángel Rama, el argentino Jorge Luis Borges, los estadounidenses Carl Sagan, Noam Chomsky y Alan Sokal, los mexicanos Octavio Paz y Carlos Fuentes, el brasileño Darci Ribeiro, el caribeño Derek Walcott, o los venezolanos Ernesto Mayz Vallenilla, Jacinto Convit y Luis Alberto Machado, han paseado sus ideas a lo largo y ancho del continente, confrontándolas, desarrollándolas y discutiéndolas para crear —cada uno a su manera— hilos invisibles en el discurso del futuro.

La segunda respuesta sobre el porvenir en Latinoamérica ya fue ensayada: se llamó la Gran Colombia, el frustrado proyecto político (soñado por Bolívar sobre la base de las ideas de un incanato americano de Francisco de Miranda) para erigir un solo país en lo que antes había sido la América del imperio español. Mezquindades, egoísmos y torpezas impidieron la evolución de una comunidad parecida a la Unión Europea de nuestros días. Tal vez —en estos tiempos globalizados— empecemos a estar maduros para volver a ensayar la vida como un solo pueblo, más allá de mercosures, pactos andinos o grupos de tres; a pesar de los gobernantes folclóricos y simplemente torpes que tenemos que sufrir. Vale la pena recordar que Miami, casi capital latina, hoy es el lugar de encuentro de los mass media latinoamericanos, que no es poco decir.

Quiero insistir en esta idea: podría no ser extraña la conversión del imperio estadounidense en un imperio de lenguas y culturas latinas, tal como ocurrió con Roma, Alejandría y Bizancio, que de romanos politeístas pasaron a cristianos, algunos grecoparlantes, casi sin solución de continuidad.

Pero aún hay una tercera opción, más extraña e íntima, más antigua. Debajo de todo el continente se siente la huella de los habitantes originarios; mayas, incas, aztecas, chibchas, waraos, yanomamis, caribes, sioux, timotocuicas... cientos de culturas cuyas idiosincrasias aún actúan sobre los habitantes, y que se nota en detalles inesperados, cuando toman un vaso de agua, cuando miran al cielo, cuando hacen el amor o piden un poco de café. En esta opción el futuro está fuertemente asido al mundo indígena que, en definitiva, conforma en cada americano el tiempo mágico (como lo llamó Spengler y lo inventaron Carpentier, Ambrose Bierce y García Márquez) y que probablemente lo lance a un mañana circular, expansivo y fractal, en el que el juego norte/sur hará que siga siendo la frontera de occidente, el límite donde una vez Europa se miró a sí misma —y sintió terror. El futuro de América es impredecible no por oscuro, sino por infinito. Cabe una pregunta final: ¿Qué quiere hacer el a sí mismo llamado viejo mundo ante este cambio continuo? ¿Cómo se piensa dentro de él? ¿Qué quiere hacer en el juego que él mismo puso en marcha? ¿Quiere dar la espalda o quiere venir a jugar?

(Una primera versión de este artículo apareció en el suplemento #100 de Batuecas de la Tribuna de Salamanca, el 26 de septiembre de 1998).


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26.3.21

Three monkeys

Son los que aparecieron en una pared de Lavapiés; ¿serán quizá el aviso de que ha comenzado ya el fin del mundo? Otra opción es que se trate de los tres monos sabios de que habla la tradición japonesa, esa que tanto se cita hoy día, la del no oigo, no digo, no veo. O quizá sea una mezcla de varias tradiciones. Yo, por si acaso, miro bien por ahí, no vayan a estar merodeando Brad Pitt o el siempre endurecido Bruce Willis. Porque ya se sabe, se comienza pintando monos en las paredes y se termina soltando un virus mortal en cualquier aeropuerto, por más que los científicos del futuro insistan en parar al loco que se empeña en acabar con la Humanidad. Que no sé para qué ese genocida de los tres monos se aplica tanto en la labor, si la Humanidad no necesita ayuda para aniquilarse: se mata solita. Y si no, tiempo al tiempo.

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24.3.21

La diferencia entre la desobediencia civil y el delito ciudadano

Desde que el mundo es mundo, el ser humano se vio obligado a establecer ciertas reglas de juego, a imitación de las que tiene la naturaleza, para que la convivencia con los de su misma especie fuera más o menos normal y los enfrentamientos naturales por el territorio, la reproducción o los recursos se redujeran a la mínima expresión. 

Hemos ensayado todos los modelos posibles de vida en comunidad y algunos nos han resultado más eficaces que otros, algunos han sido menos dolorosos y otros pocos han tenido relativo éxito. Matriarcado, patriarcado, democracia, tiranía, triunvirato, comunitarismo, shaponos, librepensamiento, waldenismo, dictadura, sociedad, matrimonio, bigamia, poliandria, amazonismo, ascetismo, nomadismo, imperialismo, anarquía, tetraquía, protectorados, colonialismo... todos, todos los sistemas de vida humana han sido ensayados a lo largo y ancho de la Historia y en los cinco continentes y, como he dicho, algunos han tenido más éxito que otros, algunos han producido mayor miseria, y unos pocos, muy pocos, han procurado la "mayor suma de felicidad posible" (Bolívar dixit) a sus actores pasivos y activos.

Hasta que se demuestre lo contrario, el sistema que hemos heredado del mundo grecolatino y que hemos adaptado a nuestra propia concepción del mundo, la democracia, se ha mostrado como el sistema menos malo (y subráyese el epíteto, menos malo) de cuantos en el mundo han sido, y eso no es cosa de alegrarse, pero al menos algo es algo. Aún la democracia está en una etapa de desarrollo "inicial", debe pasar por varias y duras pruebas hasta que el ser humano entienda que no se pueden coartar las libertades de los ciudadanos (los polites griegos) en beneficio del omnímodo poder del Estado y no se puede reducir al Estado hasta el tamaño de un ratón en beneficio de los apetitos de cada uno de los ciudadanos.

Quizá este movimiento de ida y vuelta no tenga salida concreta, pero estoy seguro de que la paradoja de la vida democrática en un Estado fuerte no se resuelve siguiendo con ceguera el consejo lúcido, sabio, y muy complejo de Simón Rodríguez, o inventamos o erramos. Esta frase ha producido, creo yo, más confusión que luz, porque son muchos en Venezuela los que creen haber encontrado la frase bisagra para los desbarres mentales y el delirio oportunista. No se puede inventar nada nuevo; a lo sumo, quizá se pueda volver sobre nuestros pasos y reflexionar sobre ellos.

Antes que cualquier revolución, los seres humanos necesitamos confiar en las propias leyes que nos imponemos para domesticar los instintos y dormir al Gilgamesh que llevamos dentro; antes que cualquier idea de patria (o muerte) debemos respetar la ley escrita tanto como si de la ley natural de la gravedad se tratase y fuera igual de inevitable porque de lo contrario corremos el riesgo de caer en la ley del más fuerte y, allí, señores, sólo sobrevive el que tiene más garras y colmillos más afilados.

Es aquí donde los límites entre la desobediencia civil, que llama la atención sobre los desmanes de algunos se difuminan en el terreno del delito ciudadano, una de las formas más tristes de la mediocridad, justamente porque atenta contra el normal funcionamiento de la vida en sociedad, contra el funcionamiento cotidiano de las relaciones entre los polites. Y la mediocridad, en vez de ser una condecoración que da derecho de saquear los recursos de todos como más nos convenga, se vuelve peligrosa señal de debilidad que, tarde o temprano, se cobra sus deudas.

Y si no me creen, vuelvan a ver la suerte de Escar en El rey león...

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21.3.21

La Biblioteca, la luz del mundo

Ptolomeo “secuestró” el cadáver de Alejandro e hizo que lo trasladaran a lo que iba a ser su nuevo reino: Egipto. Las luchas entre los generales del rey macedonio duraron varios años; cada uno se quedó con un trozo del imperio que él, con su espada y a lomos de Bucéfalo, había construido, siempre con la idea de mezclarlo y hacerlo funcionar bajo un solo mando, el suyo. Para eso era el hijo del dios, para eso había sido enviado a la tierra. A Ptolomeo le tocó Egipto y fue el único de todos los generales que murió pacíficamente en su cama y que creó un imperio que le sobreviviría varios siglos más, hasta que Cleopatra, la última de la dinastía tolemaica, dejara que el veneno de un áspid la hiciera sucumbir, antes de que lo hiciera el veneno de Roma, en el siglo I a.C. Parecía lógico que el cadáver de Alejandro reposara en la ciudad que fundara con tanto afecto, la ciudad que había descubierto gracias a los versos de Homero. En cualquier caso, la presencia de su cadáver le dio a la ciudad la relevancia que necesitaba. Ya contaba Ptolomeo con las riquezas legendarias que el Nilo ofrecía cada año, contaba con la sólida cimentación que una civilización de tres mil años le daba: ahora él debía conformar su propio universo histórico. Y con esta idea, la dinastía tolemaica creó para el mundo el monumento de conocimiento más importante de la Antigüedad: la Biblioteca. De allí emanaría la influencia cultural que marcaría la pauta durante varios siglos. El legado de Alejandro no había sido derribar el imperio persa, ni vengar las ofensas sufridas por los griegos, ni siquiera llegar hasta el confín del mundo conocido: fue, sobre todo, abrir la posibilidad para que existiera una ciudad como Alejandría, que ha sido siempre crisol de costumbres y culturas. La Biblioteca no era como las bibliotecas que podemos imaginar. No tenía sala de lectura, ni poseía libros como los que conocemos, y su edificio no fue una construcción tan monumental como el edificio que, en nuestros días, se levanta en la moderna Alejandría como homenaje a la famosa institución de los tolomeos. La primera biblioteca de Alejandría era un recinto pequeño donde se guardaban, copiaban y estudiaban textos asentados en pergaminos y papiros, enrollados y clasificados en cestas que los contenían. Allí se cuajó y divulgó mucho del conocimiento que ahora poseemos. Al lado de la Biblioteca hay que mencionar al Museo, el lugar donde los artistas, pensadores y filósofos vivieron a expensas de los Tolomeos. Su única obligación era la de pensar, hablar y escribir. No tenían que enseñar, pero algunos llegaron a tener discípulos. Debían tener cuidado, eso sí, de no caer en desgracia con sus benefactores. De seguro, los residentes del Museo fueron los principales usuarios de la Biblioteca. De hecho, su nacimiento debió de ser simultáneo, para que los habitantes de este tuvieran material donde consultar. Como en esa época no era necesaria una sala de lectura, pues no se solía leer sentado –este hábito fue adquirido en la Edad Media– sino paseando por los pasillos y en voz alta, lo más seguro habrá sido que los rollos fueron llegando y a medida que aumentaba su cantidad se acondicionaron lugares para conservarlos de la humedad y el sol. Con el correr de los años, la colección de textos fue creciendo y en el siglo I a.C. ya era famosa en todo el mundo. Lo más curioso de todo es que las razones que llevaron a los Tolomeos a crear y sostener instituciones culturales como la Biblioteca y el Museo, fueron las mismas que tuvo Filipo de Macedonia para celebrar la victoria de sus caballos en los juegos Olímpicos: quería que se le reconociese como helénico. La ciudad que fundó su hijo, mitad epirota, mitad macedonio, y en realidad bárbaro a los ojos de los griegos, generó una dinastía que durante trescientos años alentó la discusión filosófica y el debate literario con la única finalidad de ser una ciudad más del mundo griego. Y tanto se empeñaron, que convirtieron a Alejandría en el punto desde donde alumbraba el faro por la noches a los barcos que vagaban sin rumbo, y el lugar privilegiado desde donde se exportó toda la civilización helenística, la última manifestación que los griegos dieron al mundo, antes de que tomaran el relevo los romanos.
(Alejandro Magno, el vivo anhelo de conocer, Bogotá, Norma, 2004).


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19.3.21

El blog de Baudelaire

También Charles Baudelaire llevó un diario. Caótico, violento, intenso, como él. A sus anotaciones las llamó Fusée, que significa literalmente cohete en español. Su uso metafórico -pensamiento formulado de manera tajante y sintética- aunque se puede hallar entre los hablantes franceses, no aparece consignado en los diccionarios. Sugerido por Poe o por el simple empleo de la lengua francesa, los cohetes de Baudelaire son simples máximas, aforismos o, incluso, esbozos de posibles pequeños ensayos, comentan Javier del Prado y José A. Millán Alba, responsables de la edición de la colección BLU (Biblioteca de Literatura Universal), a la que me he aficionado por sus títulos bilingües que tanto placer dan, a pesar de algunos gazapos de edición, comprensibles, por demás. La Ilíada, la Odisea y el Orlando Furioso se hallan también entre los textos editados.
No hay que olvidar que el epistolar (diarios, cartas, misceláneas, etc.) es un género muy antiguo que ha admitido todo tipo de usos, como corresponde a un género que se precie. Wittgenstein lo usó en la Primera Guerra Mundial para hablar de sus amores platónicos con los soldados y para anotar a la inversa el Tractatus famoso; Leonardo, también a la inversa, para dejar constancia de sus abundantes descubrimientos; y Anaïs Nin para drenar el enorme caudal literario que la enloquecía. El poeta editor de Poe en francés y admirador de Madame Bovary, usó el diario para escupir sus pensamientos más feroces.
Qué loco, el Baudelaire.

Cohetes
Aunque Dios no existiera, la Religión seguiría siendo Santa y Divina.
Dios es el único ser que, para reinar, no necesita ni siquiera existir.
Lo que ha sido creado por el espíritu está más vivo que la materia.
El amor es el deleite que sentimos por la prostitución. No existe ningún placer noble que no pueda ser explicado partiendo de la prostitución.

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17.3.21

Mi Einstein

Debía de ser 1977 o 1978 cuando me senté en el escritorio de la habitación de los varones (es decir, el cuarto donde dormíamos mis dos hermanos y yo) a hacer este dibujo en un taco de hojitas que usaba para poner notas. No sé cuánto tardé, pero estoy seguro de dos cosas: que estaba escuchando a Supertramp y que fui copiándolo de una caricatura que, si mal no recuerdo, Abilio Padrón había publicado en la revista Reto, que era una publicación científica para estudiantes de bachillerato del Conicit y a la cual estaba suscrito. No sé si existe aún. Siempre las revistas estaban ilustradas por Abilio, y sus retratos de científicos (alguien debería de hacer un volumen con esos retratos o una colección de biografías que tengan estas maravillosas ilustraciones de portada) mi hermano mayor, que siempre tuvo esa inclinación por la ciencia, los iba colocando en la pared del cuarto. A lo máximo a lo que llegué yo fue a copiar la cara de abuelo bonachón de Albert Einstein; y por los azares que uno procura que se den he conservado este dibujito y décadas después sigue conmigo. La fortuna me permitió escribir una biografía para jóvenes de este científico tan contradictorio, Albert Einstein, cartas probables para Hann, y a mí no se me ocurrió otra cosa más útil que usurpar su voz, escribiendo cartas inventadas a partir de su vida y sus verdaderas cartas. Yo gocé un puyero y al parecer no es una idea del todo mala, pues en México compraron el libro para las escuelas, y no sé si se seguirá leyendo.

Y es curioso que haya sido México el país interesado, porque mi inspiración primaria para hacer estas cartas probables para Hann (al lector curioso le digo que Hann no existe, es un sobrenombre que uso para mi hermano científico) fue precisamente el libro de una escritora mexicana, Elena Poniatowska, que tiene su precioso y muy duro Querido Diego, te abraza Quiela. La idea todavía me ronda la cabeza, porque ahora sé más cosas de Einstein, y me pican las manos por volver a usurpar su voz (espero no sea ilegal...). Ahora en la madrugada este dibujito me trae gratos recuerdos y, como no quiero hablar de política ni de lo que leo en este momento ni ná, lo pongo aquí, aunque ya ha aparecido en otras ocasiones, pero me da iguá. Es que como es un dibujo de cuando era así de chiquito y lleno de papelillo, pues pasa lo que pasa.

14.3.21

El pupitre y el culto a la mediocridad

Estoy convencido de que uno de los instrumentos más efectivos para adormecer la capacidad de raciocinio en la escuela es el pupitre. Quizá es una estrategia para otra cosa, para propiciar la disciplina, pero en una persona tan reacia a las órdenes como yo, esa obligación tendía a adormecerme. En realidad, me refiero a la ecuación pupitre/frente a la/pizarra. Desde muy pequeños, desde primer grado, somos obligados a sentarnos (mejor, a encajarnos) en ese incómodo asiento y a mirar durante cinco, seis horas hacia delante (con breves pausas llamadas, significativamente, recreos); nos enseñan desde párvulos a mirar hacia la pizarra, allí donde una persona se dedica a atiborrarnos de información muchas veces sin ninguna gracia ni talento oratorio. A este ejercicio le llaman cumplir los objetivos.

Y, claro, como estamos en una edad inquieta, nos revolvemos en ese pequeño potro de tortura, lo rayamos, le pegamos chicles por debajo, nos balanceamos en él, nos jurungamos unos a otros, nos tiramos papelitos: finalmente, él es más poderoso que nosotros y terminamos dominados.

Esto lo puede constatar un observador externo a las nueve de la mañana si se pasea tranquilamente por los pasillos que dan a los salones de cualquier escuela: reina un silencio pupitral: todos los alumnos están encajados en sus maquinitas de embrutecer, mirando hacia el frente, tratando de captar algo de lo que se dice por allá, en las alturas de la pizarra. No me extraña que haya tantos niños con los llamados problemas de atención, porque lo que se requiere de nosotros no es capacidad de atención sino ascensión al nirvana. Ni un gato está más quieto cuando va a cazar un pájaro, ni un león está tan inmóvil cuando va detrás del ñu.

Como todo padre y maestro saben, un niño es una fuente de energía que no se acaba nunca, y bien estimulado puede llegar a cotas inimaginables; un niño es un ser humano absorbiendo el mundo en la etapa que le corresponde (la curiosidad de ese niño, no su ñoñería, es lo que debería de permanecer en nosotros cuando adultos, pero este es otro tema). Darle cauce provechoso a toda esa energía y capacidad de absorción no significa llenar su camino de prohibiciones sin fin, pero tampoco la idiotez esa que ha estado de moda durante tanto tiempo, esto es, la de dejar que sea él mismo quien decida por dónde sí y por dónde no, sin un plan, sin un objetivo, sin una finalidad: como los ríos que son, si usted deja que un niño decida su propia educación, se derramará por todos lados y optará —es un ser humano, cómo no— por la ley del menor esfuerzo y en nada se convertirá en un individuo perezoso, dependiente y malcriado: es decir, lo que millones de personas son hoy en día. Claro que es lo de siempre: ni tan calvo ni con dos pelucas, aunque Amadeus deseara tener tres cabezas para llevarlas todas.

Estoy seguro de que si la educación prescindiera de esa puesta en escena a la hora de enseñar, si optara por una nueva relación con el conocimiento —quizá la que Aristóteles probó con el joven Alejandro y sus compañeros en el santuario de Mieza, una que no molestaría para nada a Simón Rodríguez ni a Bertrand Russell— sería más fácil hacer que todos cojan el gusto por el asunto más pronto. No se trata de un canto a la indisciplina; se trata de traer la educación a nuestro tiempo; porque, ¿alguien se ha dado cuenta de que esto de los pupitres ya lo usaban en Salamanca cuando fray Luis de León daba clase allí? En muchos aspectos, la educación que recibimos sigue siendo de corte medieval, llena de ideas preconcebidas que van más allá de la simple enseñanza de la regla de tres o de las características de la mitosis: nos educan para que tengamos una determinada visión del mundo, para que, por igual, rechacemos o adoremos (que es lo mismo) lo tortuoso, no el saber.

No hay nada que incentive más el embrutecimiento del espíritu que la rigidez del que enseña más interesado en establecer una jerarquía que en compartir gozoso un conocimiento. En una sociedad de borregos importa más la vanidad del maestro que la lumbre de la verdad. Por eso quizá he sentido siempre lo acertado de la siguiente frase, que leí en un poeta alemán cuyo nombre he olvidado, y en la que se puede sustituir la palabra universidad por centros de enseñanza: la universidad es el lugar donde la mediocridad rinde culto al genio. Y el pupitre es su reclinatorio, agrego yo.


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12.3.21

Por qué no creo en las revoluciones

Uno de mis pasatiempos favoritos (más bien una de mis adicciones más feroces) es leer libros de conspiraciones del tipo Jesús era musulmán o Leonardo da Vinci es el hijo oculto de los Borgia; por eso me divertí un mundo leyendo Illuminati, de Paul Koch, que habla de la madre de todas las conspiraciones: el grupo de chalados que decidieron que el mundo no les gustaba como era y por eso se dedicaron a cambiarlo (para su beneficio). Entre tantas cosas, estos iluminados son los artífices de las revoluciones francesa, estadounidense y la de los países americanos.
Ciertamente, Miranda, O'Higgins, Bolívar, Franklin, Hamilton y un largo etcétera fueron miembros de organizaciones masónicas cuya conformación secreta y tendencia a la universalidad están fuera de cualquier duda. Pero al margen de toda esta historia que conjuga las ambiciones de los banqueros con el devenir histórico y los flujos de espiritualidad de las catedrales medievales, el libro me ha dado que pensar en torno al asunto de la utilidad de las revoluciones y por qué yo las rechazo con tanto encono.
Siempre me ha parecido que revoluciones como la francesa, la rusa, la estadounidense o la venezolana no fueron más que insalubres abscesos en la línea de la historia que siempre exige un desaguadero que, siquiera un poco, alivie las tensiones entre los actores de los acontecimientos. Se llega a un momento de tanta presión que la misma sociedad da forma a una salida violenta para apaciguar los ánimos y rendir culto a los dioses de la venganza y la retaliación. A las revoluciones las mueve un sustrato ahíto de pasiones del tipo ojo por ojo y diente por diente, y no veo yo que eso lleve ni por casualidad a progreso alguno.
Se nos ha enseñado que gracias a las revoluciones (francesa, gringa, venezolana, etc.) hemos conquistado derechos tan importantes como la libertad, la igualdad, la fraternidad, el aborrecimiento de la esclavitud y toda una ristra de características que adornan lo que ahora consideramos democracia. Yo, en cambio, pienso que todas esas virtudes las hemos consolidado a pesar de esas revoluciones que, en el fondo, o eran conservadoras, como la de Estados Unidos, y su finalidad no era otra que mantener las cosas como estaban, o fueron verdaderos desastres nacionales como la francesa, la rusa y la venezolana, que dejaron postrados en la posguerra a los países donde ocurrieron.
Muy noble y muy grande debe de ser la Humanidad que es capaz de recobrar la cordura tras estos festivales de sangre y venganza. Las revoluciones no traen progreso; son una advertencia de que las cosas no van como debieran. Al menos, el progreso no lo traen este tipo de escaramuzas donde hacen su agosto resentidos de toda clase y oportunistas astutos que saben usar la flama de la palabra.
Quizá las únicas revoluciones en las que yo confío son aquellas silenciosas que cambian el mundo y lo echan pa'lante sin que nadie pueda hacer nada, sin producir ningún trauma pero que moldean nuestra percepción para siempre y sin vuelta de hoja: el día en que Arquímedes descubrió el método para calcular el volumen de los objetos (¡eureka!); la noche en que Copérnico supo que la Tierra no era el centro del Universo y concibió su De revolutionibus; la tarde en que Andrés Bello entendió la función de los verbos en las oraciones y se propuso construir el edificio de su hermosa Gramática; el momento en que Descartes dio con la existencia casi tautológica del yo (si estoy pensando quiere decir, como mínimo, que existo): Esas son, para mí, las verdaderas revoluciones, y no aquellas acumulaciones de pus en las que los mediocres y los charlatanes hacen vendimia.


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10.3.21

El oficio de escritor

Hace mucho años leí El oficio de escritor, un pequeño ensayo del novelista Guillermo Meneses, en el que dejaba claro lo que para él significaba el trabajo al que dedicó buena parte de su vida. Recuerdo que reflexionaba de una manera -para mí- nueva sobre una actividad con la que cada vez me sentía más identificado; la escritura no podía ser un mero pasatiempo, ni un hobby, ni el complemento gracioso de la verdadera labor. Meneses trataba de devolverlo a la simple dignidad de ser un oficio como cualquier otro. El escritor debería compartir una metafórica mesa laboral con el carpintero, el abogado, el médico, el comercial, el pescador: las cosas que el ser humano tiene que hacer para ganarse la vida, aunque ya Mafalda anotó que los gatos no necesitan nada más para ser lo que son, mientras que nosotros parece que estamos obligados a ejercer un oficio para llamarnos humanos. Cosas de niños.

El breve ensayo de Meneses, que estaba incluido en Espejos y disfraces, llegó a mí en un momento en que descubría el universo de El falso cuaderno de Narciso Espejo al mismo tiempo que entraba alumbrado y sin herramientas en la literatura de Thomas Mann (su telúrico y musical Doktor Faustus, sus sugerentes y eróticos diarios, su Muerte en Venecia, que parece pensada para que Visconti hiciera una peli hermosa, y Dirk Bogarde sudara tinte para el pelo ante los seductores bucles del Tadzio Bjørn Andresen); era la erótica de Mann, de quien Meneses había aprendido no pocas lecciones.

En efecto, desde hace muchos años muchedumbres de escritores tratamos de vivir de lo que escribimos, proeza que casi siempre es imposible, porque no termina de ser considerado el asunto un trabajo más, porque los puestos de trabajo son más bien pocos y porque, todo hay que decirlo, a este oficio le suele ocurrir lo que le ocurre al sentido común según Descartes: todo el mundo cree tener el suficiente, se conforma con el que posee y no viene a por más. Y quiero agregar que con la escritura creativa nos ocurre a la gente como cuando nos topamos con una humilde flauta dulce: de inmediato la cogemos, como si fuera un cacharro de cocina y la hacemos sonar para demostrar que solo es una flautica y que cualquiera puede tocarla. Solemos perpetrar los pollitos dicen y la dejamos en la mesa al instante porque sabemos, muy en el fondo, que ese tesoro de sonidos no fue hecho para esas vulgaridades.

Porque la poesía es la más inocente de las acciones y el lenguaje es el más peligroso de los bienes, que dijo aquel poeta, tendemos a pensar que si la literatura se hace con palabras, que es lo que uso todos los días, pues no debe de ser difícil que yo me considere un escritor. Y nada más lejos de la verdad. También cagamos todos los días y no por eso somos nutricionistas.

Si uno quiere tener la aspiración, que no la licencia, de ejercer este oficio, debe empezar primero que nada a considerarlo como tal. Y, como tal, debe empezar a tratar de aprender los trucos, las lecciones, los procedimientos; igual, igualito que un aprendiz de albañil, un pasante de hospital o un ayudante de artista plástico. Tiene que empezar a ejercer el oficio y eso requiere, como todo, tiempo en cantidad.

Lo malo es que este oficio suele ser remunerado después, muchos años después. Aunque hay que recordar que también hay médicos que llevan un taxi, cantantes que sirven cafés e ingenieros que venden pantaletas. Pero pregúntenle a cualquiera de ellos a qué se dedican y contestarán de inmediato: soy médico, o soy ingeniero o seré una gran actriz; nunca dirán voy a operar a mucha gente, pero cuando termine el turno de mi taxi; ahora mismo me voy al teatro Kodak a recoger mi Oscar, después de mi turno de la tarde en la cafetería. En cambio, cuando uno dice que se dedica a escribir de inmediato te preguntan, muy bien, ¿pero con qué te ganas de la vida?

—Llevando un blog —me dan ganas de contestar.


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7.3.21

Amo a las hormigas

En 1997 descubrí que mi vocación verdadera era la mirmecología, o sea, el estudio de las hormigas. La revelación me llegó un poco tarde (no son demasiado rápidas mis musas), porque para ese entonces ya tenía casi una década dedicado al estudio y goce de la literatura, así que me he ido conformando con leer lo que hacen los demás. Y eso que cuando estábamos chiquitos, mis hermanos y yo teníamos un club, el Club de Fisgones, cuya única prueba para entrar en él era aguantar descalzo sobre alguno de los hormigueros enormes que había en el patio de la casa adonde nos acabábamos de mudar. Yo nunca resistía demasiado, porque las hormigas eran rojas, microscópicas y picaban durísimo.
Ya grande (ya viejo), el libro que me sirvió de revelación en este camino a Damasco de tercera clase fue Viaje a las hormigas, de Bert Hölldobler y Edward Wilson, dos que sí habían podido cumplir su sueño de pasar la vida agachados jurungando a estos diminutos, feroces y eficientes seres. Según sus propias palabras, las hormigas son tan peleonas y territoriales que si tuvieran bombas atómicas, el mundo duraría una semana. En todo caso, las pequeñas hormigas que, sumadas todas -son como un trillón-, pesan lo mismo que todos los mamíferos, han sido, junto con los gatos, uno de mis animales preferidos. Sólo que ellas están mucho más distribuidas por el mundo, y casi no hay lugar de la tierra donde uno no se tropiece con sus mandíbulas levantadas y dispuestas a hacer trizas la cabeza del que revire.
Otra mirmecóloga célebre, Charlotte Sleigh, difiere y refuta la fama de peleonas que sus colegas les han endilgado, y en Ant rompe una lanza a su favor: las hormigas no andan buscando matarse con las vecinas, su finalidad más importante es la de buscar comida, porque son trabajadoras y grupales. Solo que se atraviesan otras y luego pasa lo que pasa. Es interesantísimo leer esta teoría feminista de la mirmecología que, combinada con las propuestas de sus colegas, quizá se acerque más a la verdad. Lo que no he descubierto todavía es cuál es el papel que juegan los bachacos, esos culones de grandes mandíbulas cuya mordida no duele pero que son capaces de levantar una hoja del tamaño -para ellos- de un edificio.
A veces la vocación es un llamado que se puede ignorar -y seguir tan campantes. Las hormigas lo perdonan todo. Por algo Buñuel las metió en el cásting.

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5.3.21

Teoría de las utopías

Ayer leí que Julio Cortázar se alejó de Jorge Edwards cuando a éste se le ocurrió publicar su (la) verdad sobre la revolución cubana en el ya célebre, y desde hace mucho fundamental, Persona non grata. Parece que los artistas, tan sensibles siempre, no soportan el grosero peso de la verdad, y a mí me parece que hay quien puede llegar a la ceguera absoluta con tal de mantener virgen su ilusión. Al parecer, tal fue la ceguera cortazariana. El sol, el Caribe, el ron, unas buenas mulatas y, algo de que él como argentino carecía, la supuesta y muy tramposa alegría tropical, le hicieron creer que en la Cuba comunista anidaba la sede del Paraíso.

Cuando Tomás Moro levantó el edificio de su lugar en ninguna parte, su Utopía, le puso nombre a algo que ha estado en la imaginación del ser humano desde que el mundo es mundo: over the rainbow hay un lugar en el que nadie sufre, en el que todos somos felices; pero suele suceder que ese lugar ideal queda lejos, es de viaje difícil y casi siempre aparece el aguafiestas de turno, como Edwards, a decir que todo es mentira y que algo huele a podrido en Dinamarca. La fuerza de la utopía es tan grande que puede quebrantar nuestro libre albedrío y anular los movimientos de la voluntad. Eso lo sabían los demagogos como Castro y Chávez: aceptamos más rápidamente las promesas de una vida fácil y sin complicaciones (el edén siempre es una posibilidad jugosa) antes que la evidencia de la cruda realidad en la que hay que ganarse con constancia lo que se desea. ¿Dije demagogos? Yo prefiero usar la palabra homérica que le gustaba a Miranda: demovoros, devoradores de pueblo. Esos oscuros seres capaces de jugar a su antojo con la ilusión de la gente, capaces hasta de doblegar la voluntad de aquél que creó a esos obstinados seres llamados cronopios, hermanos de los voluntariosos y ordenados famas. La verdad, amigos, yo agradezco a la señora Muerte que se haya llevado temprano a Cortázar, padre de la Maga y el bebé Rocamadour, pues puso a salvo la lectura fascinante que nos espera en sus libros, alejada del desengaño: visto lo visto, el escritor argentino parece que fue tan libre en la escritura de sus extraordinarios textos como dogmático, torpe y tozudo en sus convicciones políticas: ni siquiera la realidad del totalitarismo castrista le hizo ver que él y su generación de escritores habían colocado las esperanzas en el castrismo, esa equivocación de la Historia que parece no alcanzar la absolución definitiva del cáncer terminal.

Qué peligro. Qué peligro son las utopías. Sobre todo en manos ociosas.

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3.3.21

Erasmo, Moro y la muerte de los amigos

En enero de 1985, cuando comencé con diecisiete años a estudiar en la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, compré mi primer libro, cosa que me hizo muy feliz, a pesar de los 30 bolívares que me costó (y que me costaron no pocos almuerzos en el comedor de la Universidad). Era la Utopía, de Tomás Moro, una entretenida obrita sobre la sociedad perfecta, que tanto han buscado los seres humanos desde que el mundo es mundo y por la que tantos se han matado. Pero además de la delicia que era leer ese libro (si no me equivoco, en una de aquellas ediciones de Alianza Editorial, con portada de Daniel Gil), del que había tenido noticia primera en el por entonces famoso  programa televisivo de Arturo Úslar Pietri, Valores humanos, una de las pocas ventanitas hacia la cultura que teníamos los que vivíamos en la provincia y, aunque Valera es el centro del mundo, ese centro está en la provincia profunda, me gustó mucho descubrir la fraterna y enorme amistad entre el ajusticiado sheriff de Londres y el filósofo holandés Erasmo de Rotterdam: nada más importante para ellos que el hilo que una hermosa amistad crea entre dos seres humanos sobre la base de los sentimientos comunes y las afinidades intelectuales. Aunque cada uno vivía en un país distinto, y se vieron poco, sus cartas se convirtieron en el enlace de una cercanía de pensamiento y corazón. Son ellos dos, para mí, el símbolo más nítido de lo que debe ser la amistad, ese bien tan preciado por Cicerón. Cuando un amigo muere, hay que lamentarlo con enormes lágrimas en los ojos y silencios confusos; pero cuando un amigo se muestra groseramente tal como en realidad es, burlando lo que es más sagrado en una amistad (la transparencia, la integridad, en definitiva, la decencia), no hay lamento que traiga consuelo, ni canto angelical que disminuya la desolación. Y ya no se puede andar inventando los días para nuevas excusas, porque las razones de la vergüenza están allí, meridianas. Las razones de la vergüenza o de lo que simplemente siempre fue: los seres humanos no estamos hechos para ser íntimos a juro y porque sí; y a veces las diferencias son tan sangrantes (y definitivas) que es preferible dejar que el agua siga corriendo y que cada quien se busque la vida como buenamente pueda. Y que les vaya bien a todos. Ya habrá tiempo para sacar cuentas y presentar resultados. No fue el caso de la relación entre Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam, siempre fieles a sus principios, y siempre claros y frontales. No por otra cosa perdió la cabeza Moro, cuando se negó a apoyar las vagabunderías y los caprichos de Enrique VIII.

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