5.3.21

Teoría de las utopías

Ayer leí que Julio Cortázar se alejó de Jorge Edwards cuando a éste se le ocurrió publicar su (la) verdad sobre la revolución cubana en el ya célebre, y desde hace mucho fundamental, Persona non grata. Parece que los artistas, tan sensibles siempre, no soportan el grosero peso de la verdad, y a mí me parece que hay quien puede llegar a la ceguera absoluta con tal de mantener virgen su ilusión. Al parecer, tal fue la ceguera cortazariana. El sol, el Caribe, el ron, unas buenas mulatas y, algo de que él como argentino carecía, la supuesta y muy tramposa alegría tropical, le hicieron creer que en la Cuba comunista anidaba la sede del Paraíso.

Cuando Tomás Moro levantó el edificio de su lugar en ninguna parte, su Utopía, le puso nombre a algo que ha estado en la imaginación del ser humano desde que el mundo es mundo: over the rainbow hay un lugar en el que nadie sufre, en el que todos somos felices; pero suele suceder que ese lugar ideal queda lejos, es de viaje difícil y casi siempre aparece el aguafiestas de turno, como Edwards, a decir que todo es mentira y que algo huele a podrido en Dinamarca. La fuerza de la utopía es tan grande que puede quebrantar nuestro libre albedrío y anular los movimientos de la voluntad. Eso lo sabían los demagogos como Castro y Chávez: aceptamos más rápidamente las promesas de una vida fácil y sin complicaciones (el edén siempre es una posibilidad jugosa) antes que la evidencia de la cruda realidad en la que hay que ganarse con constancia lo que se desea. ¿Dije demagogos? Yo prefiero usar la palabra homérica que le gustaba a Miranda: demovoros, devoradores de pueblo. Esos oscuros seres capaces de jugar a su antojo con la ilusión de la gente, capaces hasta de doblegar la voluntad de aquél que creó a esos obstinados seres llamados cronopios, hermanos de los voluntariosos y ordenados famas. La verdad, amigos, yo agradezco a la señora Muerte que se haya llevado temprano a Cortázar, padre de la Maga y el bebé Rocamadour, pues puso a salvo la lectura fascinante que nos espera en sus libros, alejada del desengaño: visto lo visto, el escritor argentino parece que fue tan libre en la escritura de sus extraordinarios textos como dogmático, torpe y tozudo en sus convicciones políticas: ni siquiera la realidad del totalitarismo castrista le hizo ver que él y su generación de escritores habían colocado las esperanzas en el castrismo, esa equivocación de la Historia que parece no alcanzar la absolución definitiva del cáncer terminal.

Qué peligro. Qué peligro son las utopías. Sobre todo en manos ociosas.

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2 comentarios:

Gema dijo...

Lo malo, creo Juan Carlos no son las utopías si no el mal uso y lo fallido de su puesta en práctica. Siempre acabamos adulterandolas y truncado lo que podían llegar a ser.

La Mancha dijo...

Tienes razón, Gema, pero tal parece que las utopías nacieron para adulterarlas siempre. ¡Un abrazo!