21.2.21

La madre de Alejandro Magno

Les dejo hoy un fragmento de mi libro La reina de los cuatro nombres. Olimpia, madre de Alejandro Magno, un libro publicado en 2005 y que no me importaría volver a publicar. Esta enigmática reina usó cuatro nombres en su vida, y el de Mirtale fue uno de ellos.

Lo que se narra a continuación pudo perfectamente haber ocurrido...

Mirtale, o la luz a borbotones
Mirtale sueña otra vez. Se revuelve en su cama suave, como la piel de todo su cuerpo. Las imágenes de esta noche le arrugan la frente, llena de sorpresa y de un vago pavor. En su sueño, un león tuerto de amplia cabellera se acerca hasta ella y, con una de sus garras, sella la entrada de su vientre, que está a punto de estallar. El león la mira con su único ojo y le sonríe, y articula unas palabras que ella no entiende y que supone dichas en lengua de león. No entiende, sin embargo, cómo puede un león hablarle; la posibilidad de que en los sueños ocurran las cosas más disparatadas no le pasa por la cabeza, acostumbrada como está a recibir señales de los dioses cada noche, como si en vez de dormir subiera a un reino donde la esperan para aconsejarla. Pero lo del león hablándole no forma parte de lo que suele ocurrirle cuando sueña, así que no lo da por normal. Por un instante cree que todo esto es a causa de la pesada cena de hoy; pero el amago de un rayo la saca de su error: de su regazo blanco y suave en lo más íntimo brota una brillante luz que lo ilumina todo: su cama, las plumas de ganso de su almohada, sus ropas y su habitación; fluye por las ventanas y se riega por los pasillos del palacio, cegando a sirvientes y señores; abre las puertas principales y la ciudad toda se vuelve un destello brillantísimo, los huertos y los olivares cercanos, los rebaños de ovejas y las vacas de mirada tonta sucumben ante el fragor de los rayos; los campesinos, las chozas escondidas y los riscos inaccesibles salen de la penumbra por acción del fogoso haz que emerge de ella sin que pueda dominarse ni detectar nada salvo un cosquilleo que la hace sonreír.

La luz no cesa.

Cada vez es más gruesa y, como si fuera un río lácteo que rodea todo, ilumina vigorosa cada cosa que alcanza, y Mirtale tiene la sensación de que este fenómeno no va a acabar nunca; las fronteras del país, el reino vecino de los macedonios, y la orilla de la playa se bañan de la luz que no cubre pero enceguece; y como caballitos marinos que iniciaran una excursión bélica, los rayos que salen de ella se adentran en el proceloso mar y llegan a todas las otras orillas, alumbrando con su ceguera las demás tierras, los rebaños de las otras tribus, los palacios hostiles de rei­nos menos civilizados o más hedonistas: ¡el mundo todo se plaga de la luz que nada deja de lado! ¡La luz que brota de ella como manantial inagotable, como fluido implacable y aventurero! Las mismas paredes del cosmos, los confines del Océano infinito, reciben sin poder evitarlo la cálida caricia que como torrente continuo sale de ella, como densa capa de rayos, como si de un sol nuevo se tratase, un sol de dieciséis puntas que se esconde en sus entrañas y le acaricia la entrepierna. Cada cosa y cada ser del mundo están ahora iluminados para siempre.
«¿Para siempre?», piensa la princesa en su sueño. Los dioses le han enseñado que nada dura para siempre, sólo ellos y su poder son imperecederos. «¿Acaso emana de mí un dios?», cree preguntar en voz alta, pero entonces, produciendo un sonido que nunca había escuchado ni podría ser de su lengua materna —¡zap!—, la luz que hasta ese momento inundaba la tierra desaparece, sumiendo todo —Océano infinito, reinos extranjeros, rebaños, campesinos, ovejas, ciudades del futuro, pasillos y palacios— en una oscuridad aún más negra que antes; incluso su habitación, sus sábanas y sus ropas, las plumas de ganso de la cama que la protegen y su vientre no son más que oscuras formas en un mundo que de repente se ha quedado sin el sol que los adivinos juzgarían eterno y las entrañas de los animales muertos augurarían imperecedero.

Despierta, bañada en sudor. Sola. ¿Dónde ha ido su marido? ¿Sigue de juerga en el gran salón del palacio? Levanta la nariz, como si quisiera otear el aroma que la lleve hasta él, y aguza el oído, por si oye alguna canción, una risa, una flauta entretenida. Su respiración aún está alterada por el sueño que acaba de tener. Se toca la frente y baja la mano suavemente por la mejilla, sigue bajando y roza un seno; su vientre está hirviendo; su entrepierna, mojada, se ha untado de un líquido cremoso. La piel erizada.

No llama a su criada porque prefiere levantarse y buscar ella misma un vaso de agua, con una vaga sensación de pavor, porque ahora está excitada, húmeda y ansiosa. No es, sin embargo, nada que deban saber los siervos, ni siquiera Eufrasia, su aya fiel. La que le contaba el origen de su nombre y le cosía muñecas de trapo parecidas a ella. ¿Las llamaba a todas Ofelia?

Bebe agua con prisa, avara con cada gota y se detiene frente a la ventana que da a las montañas, a ver si la brisa que entra suavemente la refresca un poco antes de volver a dormir. Respira hondo y se abraza, ya más tranquila. Soy Mirtale, iniciada en los Misterios y princesa huérfana de Epiro, descendiente del mismísimo Aquiles, el de los pies ligeros, —murmura, como repasando una lección, aunque esto nunca dejará de tenerlo presente—.


Ni siquiera en su anciano y remoto final.


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