3.2.21

Cuando el cuento te persigue a donde vas

Salgo una mañana a comprar el pan: un perro va detrás de mí, como husmeando en mis asuntos. Entro en el metro leyendo un libro sobre jirafas: en mi vagón hay un señor con un cuello tan largo como una llama boliviana. Me rasco la nuca, por si acaso. Un buitre da fúnebres vueltas sobre mi cabeza durante toda la tarde y yo tomo la previsión de bañarme a fondo. Me aburro en un autobús que va al centro de la ciudad y otro señor –creo que es un banquero famoso— se distrae pegando bolitas de moco en el asiento que tiene al lado. Una noche cruzo un descampado para ir a dormir y justo a mitad de camino se ven pasar tres estrellas fugaces que iluminan todo el campo, y obligan a los cocuyos a brillar más. Me cito con mi nuevo amor en una cafetería: cuando la veo de espaldas me le acerco para hacerle una ternura y descubro que se trata de otra muchacha que me gusta más. Instalo con ludopatía el juego de video que acabo de comprar y resulta que el personaje principal tiene el mismo rostro que yo; y, además, la canción del juego es una que me gustaba tararear cuando estaba en la escuela. Llego aturdido a una ciudad de catorce millones de habitantes en la que nunca he estado y saliendo del teatro me topo con alguien de la oficina, una vecina muy querida y el mejor amigo de mi infancia: el hombre del taxi nació en el mismo sitio que yo. Así sucede siempre.Los cuentos se me aparecen en los momentos menos oportunos. A veces muchos de ellos se juntan, forman un ejército y no me queda más remedio que prestarles atención, anotar cada una de sus penas, atender a sus reclamos, sin perder nada de lo que digan: allí comienza a gestarse otra novela.
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