5.2.21

El placer es la puerta del conocimiento profundo

Hay que leer mucho, no muchas cosas.
Adagio útil como pocos, sobre todo en esta época en la que se lee más, pero no hay mejores libros (esos están esperándonos pacientemente en las bibliotecas). Por mi parte, debo decir que este consejo, escrito en su novena carta (Epistulae VII, 9, 15) por Caius Plinius Caecilius Secundus (Como, 63-Bitinia, 113, aprox.), mejor conocido como Plinio, el Joven, lo escuché por vez primera a nuestro profesor de Gramática, Lingüística y Filosofía de la Naturaleza, Jesús Olza, jesuita, de los pocos sabios que en el mundo son y del que ya he hablado en otras ocasiones y en las que se me presenten.
Pero hay dos problemas. Primero, como se trata de una adicción, con la lectura ocurre como con las otras adicciones: si un alcohólico es capaz de envenenarse con querosén para saciar la ansiedad de su abstinencia, un cocainómano no le hace ascos al vidrio molido si se da la necesidad y un adicto a los opiáceos es capaz de fumarse una lumpia, un lector vicioso puede engullir cualquier libro, por más lleno de gamelote y banalidades que esté. Y esto es lo que embrutece. Segundo, el mismo problema que con la coca, el miche y el monte: se lleva puesto. Cuando uno lee algo, leído queda, y es imposible borrarlo de nuestra cabeza. Como un meme perverso se instala en alguna neurona, esperando su día.
Mi solución es cobarde y perezosa: regreso a los mismos libros, los mansos, que me han dado por igual placer y gozo.
Placer. Es lo único que le pido a un libro.
Porque el placer es la puerta del conocimiento profundo.

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