4.4.21

Cuentos chinos

Cuando lo leí hace años, el libro de Andrés Oppenheimer («Editor para América Latina de The Miami Herald», pone en su tarjeta de presentación), me atrajo de inmediato por su subtítulo, en parte por las cosas que andaba investigando en esos tiempos: El engaño de Washington y la mentira populista en América Latina. Pues resulta que el periodista argentino ha viajado por Latinoamérica y por varios países de Europa y Asia, como Irlanda, Polonia y China con la curiosidad de saber cuáles han sido las causas de la prosperidad capitalista de unos y el fracaso económico de otros (los otros, cuándo no, somos nosotros los de eso que llaman malamente América Latina). El libro me deparó muchas horas de entretenimiento, porque no paré de objetar en mi cabeza algunas ideas, y refutar muchas de sus frases: no se puede decir que la postura Oppenheimer sea ambigua: trabaja en el Herald, y eso ya es un grado. El libro me resultó tendenciosón, aunque se sustenta en una buena bibliografía y en las entrevistas que fue haciendo durante sus viajes y, cómo no, en la larguísima experiencia del autor como analista y periodista de América Latina (posee un Pulitzer, un Ortega y Gasset y un Rey de España, que no es moco de pavo). No se puede decir que es un paracaidista, pero a veces comete errores que hubieran sido fáciles de subsanar y que afean la veracidad de su discurso. Doy un ejemplo enano y baladí: cuando habla de Venezuela (porque le dedica el capítulo 8 completo, que leí en primer lugar: Venezuela: el proyecto narcisista-leninista) y se refiere a los cambios nominales que el gobierno impuso y que entonces no habían afectado aún a los nombres en Caracas, dice textualmente: «De hecho, tampoco había metido mucha mano en los nombres de las calles de las zonas más populares de la Caracas del Oeste, como Catia, Petare o El Centro» (p. 252). Cualquier caraqueño lo habría sacado de su error: Petare está en el este, El Centro es una denominación demasiado ambigua para referirse a, entre otros, La Candelaria, Altagracia, San José, La Pastora, La Hoyada, El Conde y Quinta Crespo. Es como si llamáramos, aquí en Madrid, El Centro a Sol, Latina, Tirso de Molina, Santa Ana y Huertas, por decir algunas de las zonas de lo que entendemos como el downtown tradicional de la capital española. Estos gazapos los pude detectar cuando leía sobre Venezuela y porque viví once años en Caracas; ¿cuántos más habrá en los capítulos dedicados a México y Brasil (en el caso de Argentina, supongo que no)? No son más que detalles tontos (bueno, ni tanto...), que no afectan el grueso del ensayo, pero que molestan de veras y siembran la perniciosa semilla de la duda. Aparte de que muchas de las afirmaciones que hace lo levantan a uno de la silla por generalizadoras y un poco discriminantes, y tal vez ustedes digan que son tonteras de un mundo hipersensibilizado con la corrección lingüística, y lo acepto. Pero si no cuidamos el lenguaje, ¿qué más podemos cuidar para salvarnos? Si pueden, y les apetece, léanlo; por lo menos se divertirán un montón discutiendo con unas páginas que no les van a contestar.

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2.4.21

Los ricos, al natural

cada vez que (re)leo la Historia natural de los ricos, de Richard Conniff, gozo un puyero porque el libro está a medio camino entre el chisme y la antroplogía. Repasa el modo de vida de los ricos de siempre, Ari Onassis, Jackie, etc., y describe las formas de vida de la gente muy rica, sus gustos, sus manías, y cómo tratan —al igual que los demás seres vivos del mundo animal— de llamar la atención de la manera más efectiva posible. No basta con tener mucho dinero, hay que demostrar que se tiene el poder que da el dinero. Claro, como que el dinero es metáfora de la energía. Y aunque se gastan grandes cantidades en obras de beneficencia, lo hacen porque saben que mientras más grande es el esfuerzo, más famosos y respetados serán, aunque ese esfuerzo sea un espejismo. Conniff cuenta cómo Ted Turner se hizo famoso con una enorme (aunque aparentemente ficticia) donación que representaba un trozo considerable de su propia fortuna; y cómo, al mismo tiempo, una donación parecida de Bill Gates —irrisoria en comparación con los millones que atesora— produjo todo lo contrario, rechazo, y acusaciones de tacañería. Y es que en el mismo uso de los diminutivos de sus nombres —Ari, Jackie, Ted, Bill— demuestran una cercanía que vela con morbidez todo el poder que manejan y el dominio que ejercen sobre los demás. El libro me recuerda un documental que vi una vez en el que las leonas del grupo cazan un antílope y lo ponen a disposición del macho dominante, que come hasta hartarse sin que nadie pueda siquiera acercarse a lamer un poquito de sangre. El egoísmo del macho alfa es tal que, para que nadie pueda comer mientras él duerme, coloca el hocico sobre el cadáver y reposa esperando a que le vuelva el hambre. Solo los cachorros son lo suficientemente estúpidos o inexpertos para acercarse a jugar con los restos que el macho ha dejado, arriesgándose a que despierte y los destroce de un zarpazo.
Este es un libro delicioso de leer, aunque a veces se haga un poco pesado, por lo banal, y uno tenga la sensación de que este colaborador de National Geographic y de The New York Times Magazine, nos está tomando el pelo a la vez de que salda cuentas con un grupo social que está alejado de la masa, como ha sucedido siempre desde que el mundo es mundo.

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31.3.21

El verdadero revolucionario

Parece inofensivo, pero este es el verdadero revolucionario al que hay que agradecerle su audacia: el día en que puso en marcha su revolución, nadie se dio cuenta, pero ya todo estaba perdido: cuando puso el punto final a su De revolutionibus, la Tierra había dejado de estar en el centro del Universo y revelaba humildemente su verdad: que tan solo danzaba alrededor de una estrella de tamaño mediano, ubicada en un punto de la galaxia que hoy en día sabemos que ni siquiera es tan importante. Este es el rostro del revolucionario que todos los imbéciles que usan camisetas como parte de su cerebro deberían llevar orgullosamente impresas en sus pechos, y no la de ciertos personajes más asesinos que útiles. Qué revoluciones ni qué ocho cuartos; las observaciones de Nicolás Copérnico y más nada.

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