12.3.21

Por qué no creo en las revoluciones

Uno de mis pasatiempos favoritos (más bien una de mis adicciones más feroces) es leer libros de conspiraciones del tipo Jesús era musulmán o Leonardo da Vinci es el hijo oculto de los Borgia; por eso me divertí un mundo leyendo Illuminati, de Paul Koch, que habla de la madre de todas las conspiraciones: el grupo de chalados que decidieron que el mundo no les gustaba como era y por eso se dedicaron a cambiarlo (para su beneficio). Entre tantas cosas, estos iluminados son los artífices de las revoluciones francesa, estadounidense y la de los países americanos.
Ciertamente, Miranda, O'Higgins, Bolívar, Franklin, Hamilton y un largo etcétera fueron miembros de organizaciones masónicas cuya conformación secreta y tendencia a la universalidad están fuera de cualquier duda. Pero al margen de toda esta historia que conjuga las ambiciones de los banqueros con el devenir histórico y los flujos de espiritualidad de las catedrales medievales, el libro me ha dado que pensar en torno al asunto de la utilidad de las revoluciones y por qué yo las rechazo con tanto encono.
Siempre me ha parecido que revoluciones como la francesa, la rusa, la estadounidense o la venezolana no fueron más que insalubres abscesos en la línea de la historia que siempre exige un desaguadero que, siquiera un poco, alivie las tensiones entre los actores de los acontecimientos. Se llega a un momento de tanta presión que la misma sociedad da forma a una salida violenta para apaciguar los ánimos y rendir culto a los dioses de la venganza y la retaliación. A las revoluciones las mueve un sustrato ahíto de pasiones del tipo ojo por ojo y diente por diente, y no veo yo que eso lleve ni por casualidad a progreso alguno.
Se nos ha enseñado que gracias a las revoluciones (francesa, gringa, venezolana, etc.) hemos conquistado derechos tan importantes como la libertad, la igualdad, la fraternidad, el aborrecimiento de la esclavitud y toda una ristra de características que adornan lo que ahora consideramos democracia. Yo, en cambio, pienso que todas esas virtudes las hemos consolidado a pesar de esas revoluciones que, en el fondo, o eran conservadoras, como la de Estados Unidos, y su finalidad no era otra que mantener las cosas como estaban, o fueron verdaderos desastres nacionales como la francesa, la rusa y la venezolana, que dejaron postrados en la posguerra a los países donde ocurrieron.
Muy noble y muy grande debe de ser la Humanidad que es capaz de recobrar la cordura tras estos festivales de sangre y venganza. Las revoluciones no traen progreso; son una advertencia de que las cosas no van como debieran. Al menos, el progreso no lo traen este tipo de escaramuzas donde hacen su agosto resentidos de toda clase y oportunistas astutos que saben usar la flama de la palabra.
Quizá las únicas revoluciones en las que yo confío son aquellas silenciosas que cambian el mundo y lo echan pa'lante sin que nadie pueda hacer nada, sin producir ningún trauma pero que moldean nuestra percepción para siempre y sin vuelta de hoja: el día en que Arquímedes descubrió el método para calcular el volumen de los objetos (¡eureka!); la noche en que Copérnico supo que la Tierra no era el centro del Universo y concibió su De revolutionibus; la tarde en que Andrés Bello entendió la función de los verbos en las oraciones y se propuso construir el edificio de su hermosa Gramática; el momento en que Descartes dio con la existencia casi tautológica del yo (si estoy pensando quiere decir, como mínimo, que existo): Esas son, para mí, las verdaderas revoluciones, y no aquellas acumulaciones de pus en las que los mediocres y los charlatanes hacen vendimia.


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10.3.21

El oficio de escritor

Hace mucho años leí El oficio de escritor, un pequeño ensayo del novelista Guillermo Meneses, en el que dejaba claro lo que para él significaba el trabajo al que dedicó buena parte de su vida. Recuerdo que reflexionaba de una manera -para mí- nueva sobre una actividad con la que cada vez me sentía más identificado; la escritura no podía ser un mero pasatiempo, ni un hobby, ni el complemento gracioso de la verdadera labor. Meneses trataba de devolverlo a la simple dignidad de ser un oficio como cualquier otro. El escritor debería compartir una metafórica mesa laboral con el carpintero, el abogado, el médico, el comercial, el pescador: las cosas que el ser humano tiene que hacer para ganarse la vida, aunque ya Mafalda anotó que los gatos no necesitan nada más para ser lo que son, mientras que nosotros parece que estamos obligados a ejercer un oficio para llamarnos humanos. Cosas de niños.

El breve ensayo de Meneses, que estaba incluido en Espejos y disfraces, llegó a mí en un momento en que descubría el universo de El falso cuaderno de Narciso Espejo al mismo tiempo que entraba alumbrado y sin herramientas en la literatura de Thomas Mann (su telúrico y musical Doktor Faustus, sus sugerentes y eróticos diarios, su Muerte en Venecia, que parece pensada para que Visconti hiciera una peli hermosa, y Dirk Bogarde sudara tinte para el pelo ante los seductores bucles del Tadzio Bjørn Andresen); era la erótica de Mann, de quien Meneses había aprendido no pocas lecciones.

En efecto, desde hace muchos años muchedumbres de escritores tratamos de vivir de lo que escribimos, proeza que casi siempre es imposible, porque no termina de ser considerado el asunto un trabajo más, porque los puestos de trabajo son más bien pocos y porque, todo hay que decirlo, a este oficio le suele ocurrir lo que le ocurre al sentido común según Descartes: todo el mundo cree tener el suficiente, se conforma con el que posee y no viene a por más. Y quiero agregar que con la escritura creativa nos ocurre a la gente como cuando nos topamos con una humilde flauta dulce: de inmediato la cogemos, como si fuera un cacharro de cocina y la hacemos sonar para demostrar que solo es una flautica y que cualquiera puede tocarla. Solemos perpetrar los pollitos dicen y la dejamos en la mesa al instante porque sabemos, muy en el fondo, que ese tesoro de sonidos no fue hecho para esas vulgaridades.

Porque la poesía es la más inocente de las acciones y el lenguaje es el más peligroso de los bienes, que dijo aquel poeta, tendemos a pensar que si la literatura se hace con palabras, que es lo que uso todos los días, pues no debe de ser difícil que yo me considere un escritor. Y nada más lejos de la verdad. También cagamos todos los días y no por eso somos nutricionistas.

Si uno quiere tener la aspiración, que no la licencia, de ejercer este oficio, debe empezar primero que nada a considerarlo como tal. Y, como tal, debe empezar a tratar de aprender los trucos, las lecciones, los procedimientos; igual, igualito que un aprendiz de albañil, un pasante de hospital o un ayudante de artista plástico. Tiene que empezar a ejercer el oficio y eso requiere, como todo, tiempo en cantidad.

Lo malo es que este oficio suele ser remunerado después, muchos años después. Aunque hay que recordar que también hay médicos que llevan un taxi, cantantes que sirven cafés e ingenieros que venden pantaletas. Pero pregúntenle a cualquiera de ellos a qué se dedican y contestarán de inmediato: soy médico, o soy ingeniero o seré una gran actriz; nunca dirán voy a operar a mucha gente, pero cuando termine el turno de mi taxi; ahora mismo me voy al teatro Kodak a recoger mi Oscar, después de mi turno de la tarde en la cafetería. En cambio, cuando uno dice que se dedica a escribir de inmediato te preguntan, muy bien, ¿pero con qué te ganas de la vida?

—Llevando un blog —me dan ganas de contestar.


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7.3.21

Amo a las hormigas

En 1997 descubrí que mi vocación verdadera era la mirmecología, o sea, el estudio de las hormigas. La revelación me llegó un poco tarde (no son demasiado rápidas mis musas), porque para ese entonces ya tenía casi una década dedicado al estudio y goce de la literatura, así que me he ido conformando con leer lo que hacen los demás. Y eso que cuando estábamos chiquitos, mis hermanos y yo teníamos un club, el Club de Fisgones, cuya única prueba para entrar en él era aguantar descalzo sobre alguno de los hormigueros enormes que había en el patio de la casa adonde nos acabábamos de mudar. Yo nunca resistía demasiado, porque las hormigas eran rojas, microscópicas y picaban durísimo.
Ya grande (ya viejo), el libro que me sirvió de revelación en este camino a Damasco de tercera clase fue Viaje a las hormigas, de Bert Hölldobler y Edward Wilson, dos que sí habían podido cumplir su sueño de pasar la vida agachados jurungando a estos diminutos, feroces y eficientes seres. Según sus propias palabras, las hormigas son tan peleonas y territoriales que si tuvieran bombas atómicas, el mundo duraría una semana. En todo caso, las pequeñas hormigas que, sumadas todas -son como un trillón-, pesan lo mismo que todos los mamíferos, han sido, junto con los gatos, uno de mis animales preferidos. Sólo que ellas están mucho más distribuidas por el mundo, y casi no hay lugar de la tierra donde uno no se tropiece con sus mandíbulas levantadas y dispuestas a hacer trizas la cabeza del que revire.
Otra mirmecóloga célebre, Charlotte Sleigh, difiere y refuta la fama de peleonas que sus colegas les han endilgado, y en Ant rompe una lanza a su favor: las hormigas no andan buscando matarse con las vecinas, su finalidad más importante es la de buscar comida, porque son trabajadoras y grupales. Solo que se atraviesan otras y luego pasa lo que pasa. Es interesantísimo leer esta teoría feminista de la mirmecología que, combinada con las propuestas de sus colegas, quizá se acerque más a la verdad. Lo que no he descubierto todavía es cuál es el papel que juegan los bachacos, esos culones de grandes mandíbulas cuya mordida no duele pero que son capaces de levantar una hoja del tamaño -para ellos- de un edificio.
A veces la vocación es un llamado que se puede ignorar -y seguir tan campantes. Las hormigas lo perdonan todo. Por algo Buñuel las metió en el cásting.

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