14.3.21

El pupitre y el culto a la mediocridad

Estoy convencido de que uno de los instrumentos más efectivos para adormecer la capacidad de raciocinio en la escuela es el pupitre. Quizá es una estrategia para otra cosa, para propiciar la disciplina, pero en una persona tan reacia a las órdenes como yo, esa obligación tendía a adormecerme. En realidad, me refiero a la ecuación pupitre/frente a la/pizarra. Desde muy pequeños, desde primer grado, somos obligados a sentarnos (mejor, a encajarnos) en ese incómodo asiento y a mirar durante cinco, seis horas hacia delante (con breves pausas llamadas, significativamente, recreos); nos enseñan desde párvulos a mirar hacia la pizarra, allí donde una persona se dedica a atiborrarnos de información muchas veces sin ninguna gracia ni talento oratorio. A este ejercicio le llaman cumplir los objetivos.

Y, claro, como estamos en una edad inquieta, nos revolvemos en ese pequeño potro de tortura, lo rayamos, le pegamos chicles por debajo, nos balanceamos en él, nos jurungamos unos a otros, nos tiramos papelitos: finalmente, él es más poderoso que nosotros y terminamos dominados.

Esto lo puede constatar un observador externo a las nueve de la mañana si se pasea tranquilamente por los pasillos que dan a los salones de cualquier escuela: reina un silencio pupitral: todos los alumnos están encajados en sus maquinitas de embrutecer, mirando hacia el frente, tratando de captar algo de lo que se dice por allá, en las alturas de la pizarra. No me extraña que haya tantos niños con los llamados problemas de atención, porque lo que se requiere de nosotros no es capacidad de atención sino ascensión al nirvana. Ni un gato está más quieto cuando va a cazar un pájaro, ni un león está tan inmóvil cuando va detrás del ñu.

Como todo padre y maestro saben, un niño es una fuente de energía que no se acaba nunca, y bien estimulado puede llegar a cotas inimaginables; un niño es un ser humano absorbiendo el mundo en la etapa que le corresponde (la curiosidad de ese niño, no su ñoñería, es lo que debería de permanecer en nosotros cuando adultos, pero este es otro tema). Darle cauce provechoso a toda esa energía y capacidad de absorción no significa llenar su camino de prohibiciones sin fin, pero tampoco la idiotez esa que ha estado de moda durante tanto tiempo, esto es, la de dejar que sea él mismo quien decida por dónde sí y por dónde no, sin un plan, sin un objetivo, sin una finalidad: como los ríos que son, si usted deja que un niño decida su propia educación, se derramará por todos lados y optará —es un ser humano, cómo no— por la ley del menor esfuerzo y en nada se convertirá en un individuo perezoso, dependiente y malcriado: es decir, lo que millones de personas son hoy en día. Claro que es lo de siempre: ni tan calvo ni con dos pelucas, aunque Amadeus deseara tener tres cabezas para llevarlas todas.

Estoy seguro de que si la educación prescindiera de esa puesta en escena a la hora de enseñar, si optara por una nueva relación con el conocimiento —quizá la que Aristóteles probó con el joven Alejandro y sus compañeros en el santuario de Mieza, una que no molestaría para nada a Simón Rodríguez ni a Bertrand Russell— sería más fácil hacer que todos cojan el gusto por el asunto más pronto. No se trata de un canto a la indisciplina; se trata de traer la educación a nuestro tiempo; porque, ¿alguien se ha dado cuenta de que esto de los pupitres ya lo usaban en Salamanca cuando fray Luis de León daba clase allí? En muchos aspectos, la educación que recibimos sigue siendo de corte medieval, llena de ideas preconcebidas que van más allá de la simple enseñanza de la regla de tres o de las características de la mitosis: nos educan para que tengamos una determinada visión del mundo, para que, por igual, rechacemos o adoremos (que es lo mismo) lo tortuoso, no el saber.

No hay nada que incentive más el embrutecimiento del espíritu que la rigidez del que enseña más interesado en establecer una jerarquía que en compartir gozoso un conocimiento. En una sociedad de borregos importa más la vanidad del maestro que la lumbre de la verdad. Por eso quizá he sentido siempre lo acertado de la siguiente frase, que leí en un poeta alemán cuyo nombre he olvidado, y en la que se puede sustituir la palabra universidad por centros de enseñanza: la universidad es el lugar donde la mediocridad rinde culto al genio. Y el pupitre es su reclinatorio, agrego yo.


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12.3.21

Por qué no creo en las revoluciones

Uno de mis pasatiempos favoritos (más bien una de mis adicciones más feroces) es leer libros de conspiraciones del tipo Jesús era musulmán o Leonardo da Vinci es el hijo oculto de los Borgia; por eso me divertí un mundo leyendo Illuminati, de Paul Koch, que habla de la madre de todas las conspiraciones: el grupo de chalados que decidieron que el mundo no les gustaba como era y por eso se dedicaron a cambiarlo (para su beneficio). Entre tantas cosas, estos iluminados son los artífices de las revoluciones francesa, estadounidense y la de los países americanos.
Ciertamente, Miranda, O'Higgins, Bolívar, Franklin, Hamilton y un largo etcétera fueron miembros de organizaciones masónicas cuya conformación secreta y tendencia a la universalidad están fuera de cualquier duda. Pero al margen de toda esta historia que conjuga las ambiciones de los banqueros con el devenir histórico y los flujos de espiritualidad de las catedrales medievales, el libro me ha dado que pensar en torno al asunto de la utilidad de las revoluciones y por qué yo las rechazo con tanto encono.
Siempre me ha parecido que revoluciones como la francesa, la rusa, la estadounidense o la venezolana no fueron más que insalubres abscesos en la línea de la historia que siempre exige un desaguadero que, siquiera un poco, alivie las tensiones entre los actores de los acontecimientos. Se llega a un momento de tanta presión que la misma sociedad da forma a una salida violenta para apaciguar los ánimos y rendir culto a los dioses de la venganza y la retaliación. A las revoluciones las mueve un sustrato ahíto de pasiones del tipo ojo por ojo y diente por diente, y no veo yo que eso lleve ni por casualidad a progreso alguno.
Se nos ha enseñado que gracias a las revoluciones (francesa, gringa, venezolana, etc.) hemos conquistado derechos tan importantes como la libertad, la igualdad, la fraternidad, el aborrecimiento de la esclavitud y toda una ristra de características que adornan lo que ahora consideramos democracia. Yo, en cambio, pienso que todas esas virtudes las hemos consolidado a pesar de esas revoluciones que, en el fondo, o eran conservadoras, como la de Estados Unidos, y su finalidad no era otra que mantener las cosas como estaban, o fueron verdaderos desastres nacionales como la francesa, la rusa y la venezolana, que dejaron postrados en la posguerra a los países donde ocurrieron.
Muy noble y muy grande debe de ser la Humanidad que es capaz de recobrar la cordura tras estos festivales de sangre y venganza. Las revoluciones no traen progreso; son una advertencia de que las cosas no van como debieran. Al menos, el progreso no lo traen este tipo de escaramuzas donde hacen su agosto resentidos de toda clase y oportunistas astutos que saben usar la flama de la palabra.
Quizá las únicas revoluciones en las que yo confío son aquellas silenciosas que cambian el mundo y lo echan pa'lante sin que nadie pueda hacer nada, sin producir ningún trauma pero que moldean nuestra percepción para siempre y sin vuelta de hoja: el día en que Arquímedes descubrió el método para calcular el volumen de los objetos (¡eureka!); la noche en que Copérnico supo que la Tierra no era el centro del Universo y concibió su De revolutionibus; la tarde en que Andrés Bello entendió la función de los verbos en las oraciones y se propuso construir el edificio de su hermosa Gramática; el momento en que Descartes dio con la existencia casi tautológica del yo (si estoy pensando quiere decir, como mínimo, que existo): Esas son, para mí, las verdaderas revoluciones, y no aquellas acumulaciones de pus en las que los mediocres y los charlatanes hacen vendimia.


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10.3.21

El oficio de escritor

Hace mucho años leí El oficio de escritor, un pequeño ensayo del novelista Guillermo Meneses, en el que dejaba claro lo que para él significaba el trabajo al que dedicó buena parte de su vida. Recuerdo que reflexionaba de una manera -para mí- nueva sobre una actividad con la que cada vez me sentía más identificado; la escritura no podía ser un mero pasatiempo, ni un hobby, ni el complemento gracioso de la verdadera labor. Meneses trataba de devolverlo a la simple dignidad de ser un oficio como cualquier otro. El escritor debería compartir una metafórica mesa laboral con el carpintero, el abogado, el médico, el comercial, el pescador: las cosas que el ser humano tiene que hacer para ganarse la vida, aunque ya Mafalda anotó que los gatos no necesitan nada más para ser lo que son, mientras que nosotros parece que estamos obligados a ejercer un oficio para llamarnos humanos. Cosas de niños.

El breve ensayo de Meneses, que estaba incluido en Espejos y disfraces, llegó a mí en un momento en que descubría el universo de El falso cuaderno de Narciso Espejo al mismo tiempo que entraba alumbrado y sin herramientas en la literatura de Thomas Mann (su telúrico y musical Doktor Faustus, sus sugerentes y eróticos diarios, su Muerte en Venecia, que parece pensada para que Visconti hiciera una peli hermosa, y Dirk Bogarde sudara tinte para el pelo ante los seductores bucles del Tadzio Bjørn Andresen); era la erótica de Mann, de quien Meneses había aprendido no pocas lecciones.

En efecto, desde hace muchos años muchedumbres de escritores tratamos de vivir de lo que escribimos, proeza que casi siempre es imposible, porque no termina de ser considerado el asunto un trabajo más, porque los puestos de trabajo son más bien pocos y porque, todo hay que decirlo, a este oficio le suele ocurrir lo que le ocurre al sentido común según Descartes: todo el mundo cree tener el suficiente, se conforma con el que posee y no viene a por más. Y quiero agregar que con la escritura creativa nos ocurre a la gente como cuando nos topamos con una humilde flauta dulce: de inmediato la cogemos, como si fuera un cacharro de cocina y la hacemos sonar para demostrar que solo es una flautica y que cualquiera puede tocarla. Solemos perpetrar los pollitos dicen y la dejamos en la mesa al instante porque sabemos, muy en el fondo, que ese tesoro de sonidos no fue hecho para esas vulgaridades.

Porque la poesía es la más inocente de las acciones y el lenguaje es el más peligroso de los bienes, que dijo aquel poeta, tendemos a pensar que si la literatura se hace con palabras, que es lo que uso todos los días, pues no debe de ser difícil que yo me considere un escritor. Y nada más lejos de la verdad. También cagamos todos los días y no por eso somos nutricionistas.

Si uno quiere tener la aspiración, que no la licencia, de ejercer este oficio, debe empezar primero que nada a considerarlo como tal. Y, como tal, debe empezar a tratar de aprender los trucos, las lecciones, los procedimientos; igual, igualito que un aprendiz de albañil, un pasante de hospital o un ayudante de artista plástico. Tiene que empezar a ejercer el oficio y eso requiere, como todo, tiempo en cantidad.

Lo malo es que este oficio suele ser remunerado después, muchos años después. Aunque hay que recordar que también hay médicos que llevan un taxi, cantantes que sirven cafés e ingenieros que venden pantaletas. Pero pregúntenle a cualquiera de ellos a qué se dedican y contestarán de inmediato: soy médico, o soy ingeniero o seré una gran actriz; nunca dirán voy a operar a mucha gente, pero cuando termine el turno de mi taxi; ahora mismo me voy al teatro Kodak a recoger mi Oscar, después de mi turno de la tarde en la cafetería. En cambio, cuando uno dice que se dedica a escribir de inmediato te preguntan, muy bien, ¿pero con qué te ganas de la vida?

—Llevando un blog —me dan ganas de contestar.


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