9.4.21

El síndrome Bayard

Bueno, más que un síndrome, es una mala costumbre. Hablar -mal- de los libros que no se han leído, porque no te gusta el título, o la portada, o -la excusa más socorrida de todas- porque no te cae bien el autor. A lo más que puede uno llegar cuando no te cae bien un autor es a no leerlo; pero decir que sus libros "son malos" (apreciación tan válida como subjetiva) sin leerlos es uno de los pináculos de la memez humana.

Lo insólito es que hay un montón de gente así, y uno mismo puede perfectamente incurrir en esta fea costumbre si se descuida y deja que la cuota de soberbia exceda los límites normales. Para disimular esa maña, Bayard ha escrito ese divertidísimo libro, instructivo y pícaro al mismo tiempo, Cómo hablar de los libros que no se han leído, que es algo así -también es algo así- como un manual de instrucciones para quedar bien cuando no tienes ni idea de algún título pero igual quieres impresionar a tu interlocutor. Pero, ojo, que nadie se tome demasiado en serio sus consejos; o sí: no lean el libro, para qué, con el título es suficiente. Digan que lo han leído y que lo han pasado en grande, o escandalícense y condenen a la hoguera de la ignominia a semejante autor que se atreve a jugar con las cosas de comer.

En el fondo, la solución menos angustiante, y la más sabrosa, es sentarse con paciencia y comenzar a leer aquellos libros que nos llamen la atención; y no hay problema, si el trabajo no lo exige, en dejar de lado aquellos que no nos interesen por cualquier razón que, en el caso de un lector libre de compromisos, cualquiera vale.

Pero, por favor, no sean tan estúpidos como para pavonearse delante de los que sí han leído un libro, emitiendo juicios de valor que, de valor, más bien poco. No hay nadie más ridículo, triste (y, por qué no decirlo de manera más dura, despreciable) que aquél que denigra algo con la simple fuerza de su ignorancia.

Para esos, seguro que san Agustín ya ha reservado un lugar especial en el infierno. A menos que el infierno sea una democracia, y en él no haya lugares especiales.

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7.4.21

Escritores en Scotland Yard

Es una ocasión maravillosa cuando un ciudadano normal o un funcionario levanta el vuelo literario sin darse cuenta, a causa de una impresión estética que perturba su vida cotidiana. Cuando eso ocurre, el mortal que nunca ha sido ni quiere ser artista, el mortal que no sabe que Baudelaire compara al poeta con el albatros caminando torpemente pero majestuoso y veloz en el aire; el mortal que ve pasar sus días de manera uniforme y con comodidad se convierte a su pesar y en su inconsciencia en el mejor instrumento para describir lo sublime si se le presenta la oportunidad adecuada.

Le ocurrió a las cinco de la tarde de un quince de enero, según contaron los periódicos, al pacífico jubilado George William Colmes cuando vio unos dibujos de John Lennon; y no supo hacer otra cosa sino ir a cantar sus loas a la policía:

«Al pasar por delante de la galería me he dado cuenta de que se exponían los trabajos de John Lennon... He visto las litografías... Y me he quedado horrorizado. Eran caricaturas que reproducían relaciones sexuales de naturaleza repulsiva. Me ha disgustado francamente el hecho de que una mujer fuese retratada en semejantes posturas. Yo mismo me he sentido contaminado por la simple observación de esos dibujos. Si pienso que mi madre o mi mujer... me pregunto adónde ha ido la decencia».

La perversión de Maupassant no habría elegido mejor las palabras; la húmeda sensualidad de Anaïs Nin no habría sabido colocar las imágenes con más acierto: «Yo mismo me he sentido contaminado por la simple observación de esos dibujos», «si pienso en mi madre...», ¡que pillo! Casi dan ganas de no ver los dibujos porque las palabras son más estimulantes. No; mejor leer la lúbrica descripción de Scotland Yard:

«Las litografías ilustran la relación de Lennon con Yoko Ono, su matrimonio y su consecuente actividad sexual. Los dibujos describen los siguientes actos: 1. Yoko Ono hace una felación a John; al dorso está el título: El instrumento de John en la boca de Yoko. 2. John le hace un cunilingüis a Yoko. 3. John tiene relaciones sexuales con Yoko; al dorso leemos: “John posee a Yoko por detrás”. 4. Alguien ejecuta un cunilingüis a Yoko mientras otra figura le besa el seno. 5. Las otras cuatro litografías contienen a Yoko en una posición en la que exhibe la vagina».

Pero qué maravilla; el marqués de Sade palidecería de envidia y a uno le dan ganas de leer el periódico con una sola mano: es que cuando la policía se lo propone, puede hacer prodigios. ¡Cuánta literatura se esconderá en los archivos de las comisarías!

4.4.21

Cuentos chinos

Cuando lo leí hace años, el libro de Andrés Oppenheimer («Editor para América Latina de The Miami Herald», pone en su tarjeta de presentación), me atrajo de inmediato por su subtítulo, en parte por las cosas que andaba investigando en esos tiempos: El engaño de Washington y la mentira populista en América Latina. Pues resulta que el periodista argentino ha viajado por Latinoamérica y por varios países de Europa y Asia, como Irlanda, Polonia y China con la curiosidad de saber cuáles han sido las causas de la prosperidad capitalista de unos y el fracaso económico de otros (los otros, cuándo no, somos nosotros los de eso que llaman malamente América Latina). El libro me deparó muchas horas de entretenimiento, porque no paré de objetar en mi cabeza algunas ideas, y refutar muchas de sus frases: no se puede decir que la postura Oppenheimer sea ambigua: trabaja en el Herald, y eso ya es un grado. El libro me resultó tendenciosón, aunque se sustenta en una buena bibliografía y en las entrevistas que fue haciendo durante sus viajes y, cómo no, en la larguísima experiencia del autor como analista y periodista de América Latina (posee un Pulitzer, un Ortega y Gasset y un Rey de España, que no es moco de pavo). No se puede decir que es un paracaidista, pero a veces comete errores que hubieran sido fáciles de subsanar y que afean la veracidad de su discurso. Doy un ejemplo enano y baladí: cuando habla de Venezuela (porque le dedica el capítulo 8 completo, que leí en primer lugar: Venezuela: el proyecto narcisista-leninista) y se refiere a los cambios nominales que el gobierno impuso y que entonces no habían afectado aún a los nombres en Caracas, dice textualmente: «De hecho, tampoco había metido mucha mano en los nombres de las calles de las zonas más populares de la Caracas del Oeste, como Catia, Petare o El Centro» (p. 252). Cualquier caraqueño lo habría sacado de su error: Petare está en el este, El Centro es una denominación demasiado ambigua para referirse a, entre otros, La Candelaria, Altagracia, San José, La Pastora, La Hoyada, El Conde y Quinta Crespo. Es como si llamáramos, aquí en Madrid, El Centro a Sol, Latina, Tirso de Molina, Santa Ana y Huertas, por decir algunas de las zonas de lo que entendemos como el downtown tradicional de la capital española. Estos gazapos los pude detectar cuando leía sobre Venezuela y porque viví once años en Caracas; ¿cuántos más habrá en los capítulos dedicados a México y Brasil (en el caso de Argentina, supongo que no)? No son más que detalles tontos (bueno, ni tanto...), que no afectan el grueso del ensayo, pero que molestan de veras y siembran la perniciosa semilla de la duda. Aparte de que muchas de las afirmaciones que hace lo levantan a uno de la silla por generalizadoras y un poco discriminantes, y tal vez ustedes digan que son tonteras de un mundo hipersensibilizado con la corrección lingüística, y lo acepto. Pero si no cuidamos el lenguaje, ¿qué más podemos cuidar para salvarnos? Si pueden, y les apetece, léanlo; por lo menos se divertirán un montón discutiendo con unas páginas que no les van a contestar.

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