3.3.21

Erasmo, Moro y la muerte de los amigos

En enero de 1985, cuando comencé con diecisiete años a estudiar en la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, compré mi primer libro, cosa que me hizo muy feliz, a pesar de los 30 bolívares que me costó (y que me costaron no pocos almuerzos en el comedor de la Universidad). Era la Utopía, de Tomás Moro, una entretenida obrita sobre la sociedad perfecta, que tanto han buscado los seres humanos desde que el mundo es mundo y por la que tantos se han matado. Pero además de la delicia que era leer ese libro (si no me equivoco, en una de aquellas ediciones de Alianza Editorial, con portada de Daniel Gil), del que había tenido noticia primera en el por entonces famoso  programa televisivo de Arturo Úslar Pietri, Valores humanos, una de las pocas ventanitas hacia la cultura que teníamos los que vivíamos en la provincia y, aunque Valera es el centro del mundo, ese centro está en la provincia profunda, me gustó mucho descubrir la fraterna y enorme amistad entre el ajusticiado sheriff de Londres y el filósofo holandés Erasmo de Rotterdam: nada más importante para ellos que el hilo que una hermosa amistad crea entre dos seres humanos sobre la base de los sentimientos comunes y las afinidades intelectuales. Aunque cada uno vivía en un país distinto, y se vieron poco, sus cartas se convirtieron en el enlace de una cercanía de pensamiento y corazón. Son ellos dos, para mí, el símbolo más nítido de lo que debe ser la amistad, ese bien tan preciado por Cicerón. Cuando un amigo muere, hay que lamentarlo con enormes lágrimas en los ojos y silencios confusos; pero cuando un amigo se muestra groseramente tal como en realidad es, burlando lo que es más sagrado en una amistad (la transparencia, la integridad, en definitiva, la decencia), no hay lamento que traiga consuelo, ni canto angelical que disminuya la desolación. Y ya no se puede andar inventando los días para nuevas excusas, porque las razones de la vergüenza están allí, meridianas. Las razones de la vergüenza o de lo que simplemente siempre fue: los seres humanos no estamos hechos para ser íntimos a juro y porque sí; y a veces las diferencias son tan sangrantes (y definitivas) que es preferible dejar que el agua siga corriendo y que cada quien se busque la vida como buenamente pueda. Y que les vaya bien a todos. Ya habrá tiempo para sacar cuentas y presentar resultados. No fue el caso de la relación entre Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam, siempre fieles a sus principios, y siempre claros y frontales. No por otra cosa perdió la cabeza Moro, cuando se negó a apoyar las vagabunderías y los caprichos de Enrique VIII.

entradas anteriores

28.2.21

Los papeles de Aspern

Considero que uno de los mayores placeres que puede experimentar un ser humano consiste en toparse con un libro que lo atrape. La obra de Henry James continuaba siendo una materia pendiente en mi estantería de leídos -salvo Otra vuelta de tuerca, que ya casi es un lugar común-, pues hace muchos años, cuando intenté otra novela de él no estaba yo en condiciones de que me dijera algo. Por suerte regresé a la obra de este autor por una puerta breve pero enorme: Los papeles de Aspern, título que siempre me había llamado la atención, y del que había escuchado y leído mucho. Además es una novela publicada el mismo año, 1888, en que se le dio carta de naturaleza a lo que en español entendemos como Modernismo de la mano de ese dios que es Rubén Darío, y el mismo año en que se inauguró el querido y lentejesco Café Gijón. Así que mientras pasaba días aciagos pero importantes en mi querida Valera, hace ya no pocos años, me encontré la (buena) traducción que Sergio Pitol publicó en Monte Ávila Editores cuando todavía ésta era una editorial de verdad, aunque ya la sombra de lo que había sido en los años 70 y 80. La difunta Librería del Sur -antes Kuai-Mare- del Centro Comercial Edivica atesoraba varios ejemplares de ese libro a un precio ridículo y me lo llevé a casa de mis padres, en verdad, con algo de aprensión. Sólo la curiosidad por todo lo que me parecía haber oído del libro me empujó a conservarlo al lado de mi cama.

Hasta que una tarde de tedio valerano, de esas tardes en que las chicharras hacen un ruido enorme para que sepamos que aún falta mucho para las tres, me eché en mi cama y cogí el libro: y ya no pude parar de leer. James tiene la capacidad escribir lento, de saber ralentizar el desarrollo de una anécdota, pero lo hace con tanta gracia y todo lo que escribe es tan interesante, que a uno no le importa que se demore cuanto le plazca en la descripción de un lugar o en el sentimiento de algún personaje. El objetivo del protagonista es hacerse con los papeles del difunto poeta, Jeffrey Aspern, y para eso el narrador dará demoradas vueltas alrededor de las dueñas de esos misteriosos papeles, alrededor de la enorme casa veneciana donde se esconden y alrededor de los sentimientos, no demasiado virtuosos, del protagonista; pues, como dice el traductor, el cuerpo de una novela de James lo constituye la suma de observaciones, deducciones y conjeturas que un personaje hace de una determinada situación.

Entonces no importa que en la novela parezca que no pase nada, porque todo lo que está pasando lo hace en nuestra propia cabeza de lectores, ávidos, entregados ya a una lectura a la que se le puede calificar de deliciosa, pero para quedarse corto. Es una novela breve en extensión, pero que dura años mientras uno la lee.

Sin duda, todo buen lector y, sobre todo, todo aquel que aspire a ser escritor algún día, debe leer con devoción esta novela, y sumergirse en el universo jamesiano, como yo lo he hecho.
entradas anteriores

26.2.21

El reino de Cervantes

Mi reino es de este mundo
Vengo a anunciarles el descubrimiento (mi descubrimiento) de un nuevo reino. El descubrimiento, que no la invención; el pregón, que no la noticia; se trata de un reino en el que todos vivimos pero sobre el cual no podemos caminar salvo en sueños. Un reino sin auténticas fronteras o, al menos, sólo con las fronteras que llevamos nosotros mismos encima. Un reino cuyos límites no colindan con las montañas ni los mares de los otros países de este planeta, pero que traza con firme eficacia las distancias entre aquellos que aman, beben, duermen, deliran, luchan y se esfuerzan en otros territorios y nosotros, los del reino de este mundo. Un reino que es liviano y pesa tanto como las pirámides aztecas e incas; torrencial y caudaloso como el Orinoco, y estático como la canícula del mediodía en Medina del Campo; un reino débil como la palabra colibrí y volátil como la cotufa; poderoso, como el sonido del tambor (yo soy la canción del bongó/ aquí el que más fino sea/ responde si llamo yo), apenado como el cante jondo; embriagante como la sanguinolenta bota de la plaza de toros; apacible como la meseta castellana; misterioso como los precipicios de Ronda y prejuiciado como las campanas de Oviedo al mediodía; es un reino que no es igual en ningún lado y que es el mismo siempre, en Malabo, Caracas, Madrid o Buenos Aires; un reino que es setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.
El reino del que hablaré, ya lo dice el título del texto que voy leyendo, es el Reino de Miguel de Cervantes, feudo imperecedero de aquel que perdiera una mano en la batalla de Lepanto, luchando contra los infieles; recaudador imperial, cuyo hijo predilecto, nuestro señor Don Quijote, todavía recorre, acompañado de Sancho Panza, su escudero, y a lomos de su esquelético rocín, el territorio que aquel gobierna, el territorio de la Mancha, como también se le ha conocido, y que —por lo menos— se extiende a lo largo de tres continentes: Europa, América y África. Y no hay tratado, ordenanza, resolución ni convenio internacional que pueda evitar la comunicación entre los millones de súbditos que el reino de Cervantes alberga. Como debe ser.
Probablemente Arturo Úslar Pietri, que le puso el nombre al reino que habitamos, habría aprobado con agrado nuestra reunión de hoy, justamente aquí, tan cerca del ecuador y debajo del trópico de cáncer; y probablemente habría aceptado con cierta vanidad ilustrarnos con todo su conocimiento, con todo su saber, con el don de su palabra siempre seria e incisiva. Porque es a él, al venezolano Arturo Úslar Pietri a quien debemos la excusa que nos trae hasta aquí; a él debemos la posibilidad de establecer los límites del reino del que me propongo hablar, de sus gobernantes y sus leyes; él fue quien reconoció a su rey natural y nos abrió los caminos de este reino con sus libros, con sus charlas, con su palabra; aunque debo señalar que él mismo no conoció todas las fronteras de nuestro reino. En su momento, declaró que «hay una evidente comunidad de historia y de cultura, en muchos aspectos única en el mundo, que se ha formado a lo largo de cinco siglos entre España y los países hispanoamericanos. Sin mucha distorsión se podría ampliar el concepto a lo iberoamericano, para incluir también a Portugal y el Brasil». No menciona a Guinea Ecuatorial, quizá porque su pasión latinoamericana lo empujaba sólo a pensar en los países del otro lado del Atlántico, quizá porque desconoció —como yo mismo hasta hace una semana— la riqueza cultural que nos depara este país, tan parecido al mío propio y donde sudo de la misma forma, veo los mismos árboles, como las mismas frutas, pero donde oigo mi propia lengua con otro acento, y aprendo lenguas nuevas para mí, desconocidos sonidos fang y bubi que ya quiero tener en mi universo lingüístico: «madjiwa», «anñé kööri», sé decir ya y no veo la hora de utilizar estas palabras en mis cuentos, en mis novelas, en mi vida. Ya quiero decir «Ö», diez en bubi, y contar de cinco en cinco los árboles que ven mis ojos.
En algo podemos excusar la omisión de Úslar Pietri: él fue un hombre entregado a su tiempo político y espiritual, y la preocupación por América Latina lo era todo en su escritura. Desde el nombre mismo, todo era un motivo de reflexión para él: «No es banal que no tengamos un nombre aceptado para el conjunto. Se le ha llamado de tantas maneras que resulta casi como carecer de nombre: Hispanoamérica, Iberoamérica, América española, Indoamérica, la Raza, la Hispanidad, etc. La falta del nombre único ha hecho más difícil la comprensión del hecho y ha aumentado la dificultad de entenderlo cabalmente». Mal podía, entonces, tomar conciencia de que de este lado del Atlántico, en esta isla llena de color, en este continente del que todos salimos, el español, la lengua oficial del reino de Cervantes, también bulle y evoluciona compartiendo oclusivas y velares en las bocas de los guineanos y de los que tienen la suerte de vivir aquí. En los más de quinientos años que nos separan de la azarosa aventura de Colón, nosotros aún dudamos si llamarnos latinoamericanos, o sudamericanos, o iberoamericanos, etc. Yo, que soy venezolano, y cuya idiosincrasia no puedo explicar excluyendo al caribe anglófono, francófono, al holandés, al papiamento, al Canadá y a Estados Unidos, prefiero decir con rigurosa nomenclatura geográfica que soy americano, porque América es una palabra que viene del futuro.

La comunidad del libro
Quizá es una gran suerte —o un destino muy marcado— el hecho de que sea un solo libro el que nos determine los límites del territorio espiritualmente lingüístico que podemos considerar como «nuestro» con todo lo que de impreciso tiene esta palabra. Y es en ese libro en donde se dibuja por vez primera el mapa cultural sobre el que caminamos. Úslar señala que «lo más característico que distingue a esa realidad cultural (...) se dio primeramente y se definió de manera perdurable en el siglo xvi. Es la época en que la dimensión política alcanza su plenitud desde Carlos V hasta Felipe II; es, también, la ocasión en que se define cabalmente un juego de valores característicos: lengua, religión, moral, romancero, refranero, paradigmas, convicciones y metas de vida. La síntesis suprema de ese conjunto se expresó en la obra de Cervantes. Allí está recogido y expresado lo esencial, irrenunciable y persistente de esa manera de ser (...) tan múltiple y dispersa, y tan semejante a sí misma. Constituye, para decirlo con las fórmulas viejas tan cargadas de sentido (...) un reino cultural y podríamos llamarlo, con toda propiedad, el reino de Cervantes».
A partir de esta conciencia compartida, los que hablamos español podemos reconocernos como semejantes tanto si recorremos las vertiginosas calles de la plaza de la Candelaria en Caracas, como si tomamos el tranvía del viejo Corrientes en Buenos Aires, subimos por la Gran Vía hacia Callao en Madrid, atravesamos el arduo zócalo de Ciudad de México, admiramos el Museo Nacional de Bogotá o cruzamos veloces la carretera que une Malabo con Luba, aquí en Bioko. Sin embargo, no hay que olvidar la certera reflexión a que hace referencia Úslar, con el ánimo de marcar las oportunas diferencias y rebajar adecuadamente la insensatez del entusiasmo: «Bernard Shaw, con sabia ironía, dijo una vez que Inglaterra y los Estados Unidos eran dos países separados por una lengua común». No olvidemos nunca que lo mismo que nos une, nos separa; que las semejanzas existen precisamente para que las diferencias se destaquen con nitidez entre nosotros y que, menos mal, ninguno de nosotros es igual al otro: cada individuo es único y por eso mismo nos podemos reconocer como semejantes.
Esto mismo ocurre con la literatura que se ha desplegado en los países de habla española. A partir de nuestro Don Quijote de la Mancha, primera y superior novela de cuantas haya en el mundo, germen y guía de todo los que se desarrolló después (un orgullo que nunca debemos pasar por alto: hablamos la lengua en la que está escrita la obra narrativa cumbre de la literatura occidental), el español ha dado cabida a escritores y obras que son hermanas y distintas al mismo tiempo y que reflejan realidades específicas convertidas en tópicos universales: si la mexicana sor Juana Inés de la Cruz denunció con pericia el machismo de su época («hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis»), al igual que varios siglos después lo hiciera Alfonsina Storni en Argentina («hombre pequeñito que jaula me das/ digo pequeñito porque no me entiendes/ ni me entenderás»), muchos años después el coronel Aureliano Buendía abre la vertiginosa Cien años de soledad recordando, frente al pelotón de fusilamiento, la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo, Valle-Inclán desgrana su teoría de los esperpentos frente a los espejos deformantes del callejón de Álvarez Gato en Madrid, en los calurosos llanos venezolanos Santos Luzardo remonta el Arauca a bordo de un bongo en dirección a la hacienda de El Miedo, a enfrentarse con su enemiga mortal, doña Bárbara; mientras tanto, Julio Cortázar cuenta que en Francia un grupo de intelectuales latinoamericanos trata de disimular el hecho de que en París son como hongos que crecen en los pasamanos de las escaleras y en la quinta de Triste-le-Roy de Buenos Aires un detective fracasado, Lönrot, descubre que el laberinto que Jorge Luis Borges le ha construido sólo sirve para que su muerte sea más poética. Y aquí en Guinea, el español se reviste de la fuerza telúrica de la tierra y la negritud africana para bullir en adivinanzas, mitos indígenas, poesía de modernismo tardío (como en el caso de Cristino Bueriberi) y novelas abiertamente de la tierra como Cuando los combes luchaban, de Leoncio Evita, la primera novela ecuatoguineana en español y uno de mis grandes descubrimientos de este primer (y espero que no el último) viaje al África subsahariana.
Todas estas obras a las que he hecho referencia están escritas en español; todas (y muchas otras más) las podemos leer y entender en el idioma que hemos asimilado desde la cuna y de todas podemos aprender palabras nuevas y exóticas para cada uno nosotros, según sea el caso: lunfardo, fuca, choteo, bongo, arepa, cachapa, bubi, ma, wa, nñé, mañoco, piolín, vaina, escuincle, chaval, chamo, gachupín, jeva, tía, mina, garota, flipa, tripea, guagua, buseta, ceiba, papaya, patilla, lechosa, guanábana, cambur, zamuro, zopilote, curumo, cóndor, colibrí, ruana, madjiwa, amor, dientecito de ajo, caballito de juguete...
Desde luego, un tesoro enorme se esconde tras el simple hecho de hablar el mismo idioma y ser simultáneamente tan diferentes.
Y hemos de agradecer a los escritores nuestros que se hayan tomado la molestia de crear este mundo de palabras con la intención de que el verdadero que les rodeaba cobrara significado profundo para sus conciudadanos. Citando otra vez a Úslar, él se declara consciente de lo que estaba haciendo cuando se propuso crear una obra literaria: «Íbamos hacia la obra literaria en una misma actitud y, además, con un igual propósito: expresar aquella realidad tan compleja y tan rica que hasta entonces nos parecía que no había sido adecuadamente reflejada». Y es que no otra es la función del lenguaje en el ser humano: sin las palabras, la realidad sería imposible de asir, porque antes de agarrar con las manos un objeto, tenemos que agarrarlo con la palabra, con el símbolo que le da sentido dentro de nuestra cabeza. Quizá esa sea la razón por la cual es harto complicado definir sencillamente la idiosincrasia de un pueblo y, mucho menos, eso tan adusto y decimonónico que es la «identidad nacional». Yo soy yo y mis circunstancias, nos enseñó Ortega y Gasset, y por lo tanto mi identidad es directamente proporcional a la conciencia de identidad de mis semejantes.

Heredaremos el reino
He utilizado hasta la extenuación el vocablo «semejante», con la obvia intención de que marcara nítidamente mi propósito: en un reino donde todos hablamos la misma lengua, ninguno de nosotros la usamos igual, por suerte. Ustedes aquí hablan un español correcto y algo prosopopéyico para mi español caribeño directo y un poco confianzudo; en España nuestra lengua es franca y sincerota como los tacos que se dicen a cada instante, pero también elusiva y felina como la pregunta con que dicen que suelen contestar a las preguntas los gallegos; y en los demás países donde se habla español este idioma canta y cuenta y muestra las huellas de un pasado propio y común. Todo eso, mezclado, es lo que nos hace súbditos semejantes, que no iguales, de un reino lingüístico en el que cada quien habla su lengua con la belleza, corrección e incorrección que la hace tan atractiva y particular. Atrás quedó el tiempo en que las reglas ordenaban el mundo (ya en las Letanías a nuestro señor Don Quijote rogó en su momento Rubén Darío: «de las academias/ líbranos, señor»); ahora, al menos los escritores, preferimos que las reglas describan cómo es el mundo en realidad en vez de decirnos cómo debe ser. Porque es el baquiano, el que la usa, el que sabe en su intuición cómo usarla, para bien o para mal. El que ha estado allí, en la casa del ser que es el lenguaje, es el que sabe «cómo se bate el cobre», como decimos en Venezuela.
De la misma manera como los conquistadores de América se muestran conocedores del mundo que les tocó someter, más que su rey que, a lo lejos, allá en la corte española, esperaba por noticias y riquezas que no se había tomado la molestia de ir a buscar. Esto hace levantar la airada voz de protesta de Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Lope de Aguirre, tal como ha sido contado: «“Ha cuarenta años que me he ocupado en no dormir, mal comer, y a las veces ni bien ni mal, traer las armas a cuestas, poner la persona en peligro, gastar mi hacienda y edad; los grandes reinos y señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por mi propia persona y expensas, sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos émulos y envidiosos, que como sanguijuelas han reventado de hartos de mi sangre”. Es la misma motivación que movió a los Pizarro a levantarse contra los enviados de la Corona y la que mueve a Lope de Aguirre a escribir a Felipe II para “desnaturalizarse” de los reinos de España. Empezaba con ellos una nueva vida para ellos mismos y para todo el entorno. Empezaban de hecho un nuevo tiempo y una nueva situación histórica”». Y esa situación histórica no era otra que la creación de la gran comunidad en la que ahora nos vemos inmersos y que deberíamos, ya que ha costado tanta sangre y tanto sufrimiento, celebrar y cuidar como la herencia que nos ha sido legada para que continúe y sea cada día más fuerte, más unida, más heterogénea. Y para que traiga más paz.
Esta tarde he venido aquí con la intención de anunciar la buena nueva del reino de Cervantes y me voy con la duda de si he delimitado bien las fronteras de este reino; me voy con la incómoda sensación de que apenas he mostrado un fugaz trazo de ese mapa imaginario; quise hacer como los topógrafos chinos de los que habla Borges en su cuento, que tratando de que el mapa del país fuera lo más exacto posible al país terminaron por construir un mapa tan grande como el país: una empresa a todas luces condenada al fracaso. Tal vez debía no pronunciar esta conferencia; tal vez tenía que haber dejado hablar los poetas antiguos (qué se fizo el rey don Juan/ los infantes de Aragón/ qué se fizieron) o modernos (La princesa está triste/ qué tendrá la princesa/ un suspiro se escapa de su boca de fresa) o a los escritores malditos (Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal); o simplemente, he debido comenzar con las primeras palabras de nuestro libro talismán, la novela de Cervantes, y avisarles que el verdadero cartógrafo de nuestro reino habita en algún lugar de la Mancha de cuyo nombre es mejor no acordarse.

entradas anteriores