11.4.21

McCarthy y la lectura superficial

La Carretera
Cormac McCarthy
Confieso que cada día atesoro menos (buena) disposición para leer cierto tipo de libros, y tengo plena conciencia de que puede tratarse de un problema lector que me concierne a mí, y no a los libros que ya no quiero leer. Por varias razones: porque no los entiendo; porque los entiendo y no entiendo qué es lo que les celebran tanto; porque cada vez que me los pongo delante de los ojos se me cierran, como huyendo de un discurso que nada me dice. El aburrimiento es libre y por eso cada uno de nosotros tiene derecho a entretenerse con lo que le plazca, desde el horror de los grandeshermanos (que han hurtado obscenamente una excelente idea narrativa de Orwell) a las consideraciones lógicas de Wittgenstein o los chistes renacentistas de Leonardo. Diciendo esto no quiero escaquearme como un caballo de ajedrez para no enfrentar el asunto sin tapujos: quizá lo que ocurre es que cada vez somos más superficiales, narrativamente hablando, cuestión que de ningún modo me quita el sueño.
Porque si tener esta sensibilidad narrativa significa tragarse completo el tostón que es La carretera, la premiada (y alabada, y consentida, y celebrada y añoñada) novela de Cormac McCarthy, pues prefiero seguir disfrutando de las vicisitudes de las expulsadas fábulas entre Nueva York y las tierras natales, la verdad. Y es que esta novela de McCarthy tiene más de doscientas páginas de texto plaano y leeento, de discurso aparentemente apocalíptico, más bien apocaestítico, que te obliga a seguir a un padre y a su hijo por un Estados Unidos devastado por el invierno nuclear. Quizá como relato la anécdota habría sido más efectiva, porque es meollo insuficiente para el universo de la novela, pienso, y puedo estar equivocado.
Este libro no es para mí (cuando leí Todos los caballos bellos la cosa mejoró un montón). El libro ha tenido su éxito merecido entre los lectores entusiastas y los críticos profundos; pero creo que deberían poner una advertencia para los lectores banales como yo: «Manténgase alejado de los videojugadores, hiperquinéticos crónicos y de los que ya vieron la maravillosa The Straight story, de Lynch». Quedan advertidos. Después no se quejen. Como yo.

9.4.21

El síndrome Bayard

Bueno, más que un síndrome, es una mala costumbre. Hablar -mal- de los libros que no se han leído, porque no te gusta el título, o la portada, o -la excusa más socorrida de todas- porque no te cae bien el autor. A lo más que puede uno llegar cuando no te cae bien un autor es a no leerlo; pero decir que sus libros "son malos" (apreciación tan válida como subjetiva) sin leerlos es uno de los pináculos de la memez humana.

Lo insólito es que hay un montón de gente así, y uno mismo puede perfectamente incurrir en esta fea costumbre si se descuida y deja que la cuota de soberbia exceda los límites normales. Para disimular esa maña, Bayard ha escrito ese divertidísimo libro, instructivo y pícaro al mismo tiempo, Cómo hablar de los libros que no se han leído, que es algo así -también es algo así- como un manual de instrucciones para quedar bien cuando no tienes ni idea de algún título pero igual quieres impresionar a tu interlocutor. Pero, ojo, que nadie se tome demasiado en serio sus consejos; o sí: no lean el libro, para qué, con el título es suficiente. Digan que lo han leído y que lo han pasado en grande, o escandalícense y condenen a la hoguera de la ignominia a semejante autor que se atreve a jugar con las cosas de comer.

En el fondo, la solución menos angustiante, y la más sabrosa, es sentarse con paciencia y comenzar a leer aquellos libros que nos llamen la atención; y no hay problema, si el trabajo no lo exige, en dejar de lado aquellos que no nos interesen por cualquier razón que, en el caso de un lector libre de compromisos, cualquiera vale.

Pero, por favor, no sean tan estúpidos como para pavonearse delante de los que sí han leído un libro, emitiendo juicios de valor que, de valor, más bien poco. No hay nadie más ridículo, triste (y, por qué no decirlo de manera más dura, despreciable) que aquél que denigra algo con la simple fuerza de su ignorancia.

Para esos, seguro que san Agustín ya ha reservado un lugar especial en el infierno. A menos que el infierno sea una democracia, y en él no haya lugares especiales.

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7.4.21

Escritores en Scotland Yard

Es una ocasión maravillosa cuando un ciudadano normal o un funcionario levanta el vuelo literario sin darse cuenta, a causa de una impresión estética que perturba su vida cotidiana. Cuando eso ocurre, el mortal que nunca ha sido ni quiere ser artista, el mortal que no sabe que Baudelaire compara al poeta con el albatros caminando torpemente pero majestuoso y veloz en el aire; el mortal que ve pasar sus días de manera uniforme y con comodidad se convierte a su pesar y en su inconsciencia en el mejor instrumento para describir lo sublime si se le presenta la oportunidad adecuada.

Le ocurrió a las cinco de la tarde de un quince de enero, según contaron los periódicos, al pacífico jubilado George William Colmes cuando vio unos dibujos de John Lennon; y no supo hacer otra cosa sino ir a cantar sus loas a la policía:

«Al pasar por delante de la galería me he dado cuenta de que se exponían los trabajos de John Lennon... He visto las litografías... Y me he quedado horrorizado. Eran caricaturas que reproducían relaciones sexuales de naturaleza repulsiva. Me ha disgustado francamente el hecho de que una mujer fuese retratada en semejantes posturas. Yo mismo me he sentido contaminado por la simple observación de esos dibujos. Si pienso que mi madre o mi mujer... me pregunto adónde ha ido la decencia».

La perversión de Maupassant no habría elegido mejor las palabras; la húmeda sensualidad de Anaïs Nin no habría sabido colocar las imágenes con más acierto: «Yo mismo me he sentido contaminado por la simple observación de esos dibujos», «si pienso en mi madre...», ¡que pillo! Casi dan ganas de no ver los dibujos porque las palabras son más estimulantes. No; mejor leer la lúbrica descripción de Scotland Yard:

«Las litografías ilustran la relación de Lennon con Yoko Ono, su matrimonio y su consecuente actividad sexual. Los dibujos describen los siguientes actos: 1. Yoko Ono hace una felación a John; al dorso está el título: El instrumento de John en la boca de Yoko. 2. John le hace un cunilingüis a Yoko. 3. John tiene relaciones sexuales con Yoko; al dorso leemos: “John posee a Yoko por detrás”. 4. Alguien ejecuta un cunilingüis a Yoko mientras otra figura le besa el seno. 5. Las otras cuatro litografías contienen a Yoko en una posición en la que exhibe la vagina».

Pero qué maravilla; el marqués de Sade palidecería de envidia y a uno le dan ganas de leer el periódico con una sola mano: es que cuando la policía se lo propone, puede hacer prodigios. ¡Cuánta literatura se esconderá en los archivos de las comisarías!