28.2.21

Los papeles de Aspern

Considero que uno de los mayores placeres que puede experimentar un ser humano consiste en toparse con un libro que lo atrape. La obra de Henry James continuaba siendo una materia pendiente en mi estantería de leídos -salvo Otra vuelta de tuerca, que ya casi es un lugar común-, pues hace muchos años, cuando intenté otra novela de él no estaba yo en condiciones de que me dijera algo. Por suerte regresé a la obra de este autor por una puerta breve pero enorme: Los papeles de Aspern, título que siempre me había llamado la atención, y del que había escuchado y leído mucho. Además es una novela publicada el mismo año, 1888, en que se le dio carta de naturaleza a lo que en español entendemos como Modernismo de la mano de ese dios que es Rubén Darío, y el mismo año en que se inauguró el querido y lentejesco Café Gijón. Así que mientras pasaba días aciagos pero importantes en mi querida Valera, hace ya no pocos años, me encontré la (buena) traducción que Sergio Pitol publicó en Monte Ávila Editores cuando todavía ésta era una editorial de verdad, aunque ya la sombra de lo que había sido en los años 70 y 80. La difunta Librería del Sur -antes Kuai-Mare- del Centro Comercial Edivica atesoraba varios ejemplares de ese libro a un precio ridículo y me lo llevé a casa de mis padres, en verdad, con algo de aprensión. Sólo la curiosidad por todo lo que me parecía haber oído del libro me empujó a conservarlo al lado de mi cama.

Hasta que una tarde de tedio valerano, de esas tardes en que las chicharras hacen un ruido enorme para que sepamos que aún falta mucho para las tres, me eché en mi cama y cogí el libro: y ya no pude parar de leer. James tiene la capacidad escribir lento, de saber ralentizar el desarrollo de una anécdota, pero lo hace con tanta gracia y todo lo que escribe es tan interesante, que a uno no le importa que se demore cuanto le plazca en la descripción de un lugar o en el sentimiento de algún personaje. El objetivo del protagonista es hacerse con los papeles del difunto poeta, Jeffrey Aspern, y para eso el narrador dará demoradas vueltas alrededor de las dueñas de esos misteriosos papeles, alrededor de la enorme casa veneciana donde se esconden y alrededor de los sentimientos, no demasiado virtuosos, del protagonista; pues, como dice el traductor, el cuerpo de una novela de James lo constituye la suma de observaciones, deducciones y conjeturas que un personaje hace de una determinada situación.

Entonces no importa que en la novela parezca que no pase nada, porque todo lo que está pasando lo hace en nuestra propia cabeza de lectores, ávidos, entregados ya a una lectura a la que se le puede calificar de deliciosa, pero para quedarse corto. Es una novela breve en extensión, pero que dura años mientras uno la lee.

Sin duda, todo buen lector y, sobre todo, todo aquel que aspire a ser escritor algún día, debe leer con devoción esta novela, y sumergirse en el universo jamesiano, como yo lo he hecho.
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26.2.21

El reino de Cervantes

Mi reino es de este mundo
Vengo a anunciarles el descubrimiento (mi descubrimiento) de un nuevo reino. El descubrimiento, que no la invención; el pregón, que no la noticia; se trata de un reino en el que todos vivimos pero sobre el cual no podemos caminar salvo en sueños. Un reino sin auténticas fronteras o, al menos, sólo con las fronteras que llevamos nosotros mismos encima. Un reino cuyos límites no colindan con las montañas ni los mares de los otros países de este planeta, pero que traza con firme eficacia las distancias entre aquellos que aman, beben, duermen, deliran, luchan y se esfuerzan en otros territorios y nosotros, los del reino de este mundo. Un reino que es liviano y pesa tanto como las pirámides aztecas e incas; torrencial y caudaloso como el Orinoco, y estático como la canícula del mediodía en Medina del Campo; un reino débil como la palabra colibrí y volátil como la cotufa; poderoso, como el sonido del tambor (yo soy la canción del bongó/ aquí el que más fino sea/ responde si llamo yo), apenado como el cante jondo; embriagante como la sanguinolenta bota de la plaza de toros; apacible como la meseta castellana; misterioso como los precipicios de Ronda y prejuiciado como las campanas de Oviedo al mediodía; es un reino que no es igual en ningún lado y que es el mismo siempre, en Malabo, Caracas, Madrid o Buenos Aires; un reino que es setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.
El reino del que hablaré, ya lo dice el título del texto que voy leyendo, es el Reino de Miguel de Cervantes, feudo imperecedero de aquel que perdiera una mano en la batalla de Lepanto, luchando contra los infieles; recaudador imperial, cuyo hijo predilecto, nuestro señor Don Quijote, todavía recorre, acompañado de Sancho Panza, su escudero, y a lomos de su esquelético rocín, el territorio que aquel gobierna, el territorio de la Mancha, como también se le ha conocido, y que —por lo menos— se extiende a lo largo de tres continentes: Europa, América y África. Y no hay tratado, ordenanza, resolución ni convenio internacional que pueda evitar la comunicación entre los millones de súbditos que el reino de Cervantes alberga. Como debe ser.
Probablemente Arturo Úslar Pietri, que le puso el nombre al reino que habitamos, habría aprobado con agrado nuestra reunión de hoy, justamente aquí, tan cerca del ecuador y debajo del trópico de cáncer; y probablemente habría aceptado con cierta vanidad ilustrarnos con todo su conocimiento, con todo su saber, con el don de su palabra siempre seria e incisiva. Porque es a él, al venezolano Arturo Úslar Pietri a quien debemos la excusa que nos trae hasta aquí; a él debemos la posibilidad de establecer los límites del reino del que me propongo hablar, de sus gobernantes y sus leyes; él fue quien reconoció a su rey natural y nos abrió los caminos de este reino con sus libros, con sus charlas, con su palabra; aunque debo señalar que él mismo no conoció todas las fronteras de nuestro reino. En su momento, declaró que «hay una evidente comunidad de historia y de cultura, en muchos aspectos única en el mundo, que se ha formado a lo largo de cinco siglos entre España y los países hispanoamericanos. Sin mucha distorsión se podría ampliar el concepto a lo iberoamericano, para incluir también a Portugal y el Brasil». No menciona a Guinea Ecuatorial, quizá porque su pasión latinoamericana lo empujaba sólo a pensar en los países del otro lado del Atlántico, quizá porque desconoció —como yo mismo hasta hace una semana— la riqueza cultural que nos depara este país, tan parecido al mío propio y donde sudo de la misma forma, veo los mismos árboles, como las mismas frutas, pero donde oigo mi propia lengua con otro acento, y aprendo lenguas nuevas para mí, desconocidos sonidos fang y bubi que ya quiero tener en mi universo lingüístico: «madjiwa», «anñé kööri», sé decir ya y no veo la hora de utilizar estas palabras en mis cuentos, en mis novelas, en mi vida. Ya quiero decir «Ö», diez en bubi, y contar de cinco en cinco los árboles que ven mis ojos.
En algo podemos excusar la omisión de Úslar Pietri: él fue un hombre entregado a su tiempo político y espiritual, y la preocupación por América Latina lo era todo en su escritura. Desde el nombre mismo, todo era un motivo de reflexión para él: «No es banal que no tengamos un nombre aceptado para el conjunto. Se le ha llamado de tantas maneras que resulta casi como carecer de nombre: Hispanoamérica, Iberoamérica, América española, Indoamérica, la Raza, la Hispanidad, etc. La falta del nombre único ha hecho más difícil la comprensión del hecho y ha aumentado la dificultad de entenderlo cabalmente». Mal podía, entonces, tomar conciencia de que de este lado del Atlántico, en esta isla llena de color, en este continente del que todos salimos, el español, la lengua oficial del reino de Cervantes, también bulle y evoluciona compartiendo oclusivas y velares en las bocas de los guineanos y de los que tienen la suerte de vivir aquí. En los más de quinientos años que nos separan de la azarosa aventura de Colón, nosotros aún dudamos si llamarnos latinoamericanos, o sudamericanos, o iberoamericanos, etc. Yo, que soy venezolano, y cuya idiosincrasia no puedo explicar excluyendo al caribe anglófono, francófono, al holandés, al papiamento, al Canadá y a Estados Unidos, prefiero decir con rigurosa nomenclatura geográfica que soy americano, porque América es una palabra que viene del futuro.

La comunidad del libro
Quizá es una gran suerte —o un destino muy marcado— el hecho de que sea un solo libro el que nos determine los límites del territorio espiritualmente lingüístico que podemos considerar como «nuestro» con todo lo que de impreciso tiene esta palabra. Y es en ese libro en donde se dibuja por vez primera el mapa cultural sobre el que caminamos. Úslar señala que «lo más característico que distingue a esa realidad cultural (...) se dio primeramente y se definió de manera perdurable en el siglo xvi. Es la época en que la dimensión política alcanza su plenitud desde Carlos V hasta Felipe II; es, también, la ocasión en que se define cabalmente un juego de valores característicos: lengua, religión, moral, romancero, refranero, paradigmas, convicciones y metas de vida. La síntesis suprema de ese conjunto se expresó en la obra de Cervantes. Allí está recogido y expresado lo esencial, irrenunciable y persistente de esa manera de ser (...) tan múltiple y dispersa, y tan semejante a sí misma. Constituye, para decirlo con las fórmulas viejas tan cargadas de sentido (...) un reino cultural y podríamos llamarlo, con toda propiedad, el reino de Cervantes».
A partir de esta conciencia compartida, los que hablamos español podemos reconocernos como semejantes tanto si recorremos las vertiginosas calles de la plaza de la Candelaria en Caracas, como si tomamos el tranvía del viejo Corrientes en Buenos Aires, subimos por la Gran Vía hacia Callao en Madrid, atravesamos el arduo zócalo de Ciudad de México, admiramos el Museo Nacional de Bogotá o cruzamos veloces la carretera que une Malabo con Luba, aquí en Bioko. Sin embargo, no hay que olvidar la certera reflexión a que hace referencia Úslar, con el ánimo de marcar las oportunas diferencias y rebajar adecuadamente la insensatez del entusiasmo: «Bernard Shaw, con sabia ironía, dijo una vez que Inglaterra y los Estados Unidos eran dos países separados por una lengua común». No olvidemos nunca que lo mismo que nos une, nos separa; que las semejanzas existen precisamente para que las diferencias se destaquen con nitidez entre nosotros y que, menos mal, ninguno de nosotros es igual al otro: cada individuo es único y por eso mismo nos podemos reconocer como semejantes.
Esto mismo ocurre con la literatura que se ha desplegado en los países de habla española. A partir de nuestro Don Quijote de la Mancha, primera y superior novela de cuantas haya en el mundo, germen y guía de todo los que se desarrolló después (un orgullo que nunca debemos pasar por alto: hablamos la lengua en la que está escrita la obra narrativa cumbre de la literatura occidental), el español ha dado cabida a escritores y obras que son hermanas y distintas al mismo tiempo y que reflejan realidades específicas convertidas en tópicos universales: si la mexicana sor Juana Inés de la Cruz denunció con pericia el machismo de su época («hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis»), al igual que varios siglos después lo hiciera Alfonsina Storni en Argentina («hombre pequeñito que jaula me das/ digo pequeñito porque no me entiendes/ ni me entenderás»), muchos años después el coronel Aureliano Buendía abre la vertiginosa Cien años de soledad recordando, frente al pelotón de fusilamiento, la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo, Valle-Inclán desgrana su teoría de los esperpentos frente a los espejos deformantes del callejón de Álvarez Gato en Madrid, en los calurosos llanos venezolanos Santos Luzardo remonta el Arauca a bordo de un bongo en dirección a la hacienda de El Miedo, a enfrentarse con su enemiga mortal, doña Bárbara; mientras tanto, Julio Cortázar cuenta que en Francia un grupo de intelectuales latinoamericanos trata de disimular el hecho de que en París son como hongos que crecen en los pasamanos de las escaleras y en la quinta de Triste-le-Roy de Buenos Aires un detective fracasado, Lönrot, descubre que el laberinto que Jorge Luis Borges le ha construido sólo sirve para que su muerte sea más poética. Y aquí en Guinea, el español se reviste de la fuerza telúrica de la tierra y la negritud africana para bullir en adivinanzas, mitos indígenas, poesía de modernismo tardío (como en el caso de Cristino Bueriberi) y novelas abiertamente de la tierra como Cuando los combes luchaban, de Leoncio Evita, la primera novela ecuatoguineana en español y uno de mis grandes descubrimientos de este primer (y espero que no el último) viaje al África subsahariana.
Todas estas obras a las que he hecho referencia están escritas en español; todas (y muchas otras más) las podemos leer y entender en el idioma que hemos asimilado desde la cuna y de todas podemos aprender palabras nuevas y exóticas para cada uno nosotros, según sea el caso: lunfardo, fuca, choteo, bongo, arepa, cachapa, bubi, ma, wa, nñé, mañoco, piolín, vaina, escuincle, chaval, chamo, gachupín, jeva, tía, mina, garota, flipa, tripea, guagua, buseta, ceiba, papaya, patilla, lechosa, guanábana, cambur, zamuro, zopilote, curumo, cóndor, colibrí, ruana, madjiwa, amor, dientecito de ajo, caballito de juguete...
Desde luego, un tesoro enorme se esconde tras el simple hecho de hablar el mismo idioma y ser simultáneamente tan diferentes.
Y hemos de agradecer a los escritores nuestros que se hayan tomado la molestia de crear este mundo de palabras con la intención de que el verdadero que les rodeaba cobrara significado profundo para sus conciudadanos. Citando otra vez a Úslar, él se declara consciente de lo que estaba haciendo cuando se propuso crear una obra literaria: «Íbamos hacia la obra literaria en una misma actitud y, además, con un igual propósito: expresar aquella realidad tan compleja y tan rica que hasta entonces nos parecía que no había sido adecuadamente reflejada». Y es que no otra es la función del lenguaje en el ser humano: sin las palabras, la realidad sería imposible de asir, porque antes de agarrar con las manos un objeto, tenemos que agarrarlo con la palabra, con el símbolo que le da sentido dentro de nuestra cabeza. Quizá esa sea la razón por la cual es harto complicado definir sencillamente la idiosincrasia de un pueblo y, mucho menos, eso tan adusto y decimonónico que es la «identidad nacional». Yo soy yo y mis circunstancias, nos enseñó Ortega y Gasset, y por lo tanto mi identidad es directamente proporcional a la conciencia de identidad de mis semejantes.

Heredaremos el reino
He utilizado hasta la extenuación el vocablo «semejante», con la obvia intención de que marcara nítidamente mi propósito: en un reino donde todos hablamos la misma lengua, ninguno de nosotros la usamos igual, por suerte. Ustedes aquí hablan un español correcto y algo prosopopéyico para mi español caribeño directo y un poco confianzudo; en España nuestra lengua es franca y sincerota como los tacos que se dicen a cada instante, pero también elusiva y felina como la pregunta con que dicen que suelen contestar a las preguntas los gallegos; y en los demás países donde se habla español este idioma canta y cuenta y muestra las huellas de un pasado propio y común. Todo eso, mezclado, es lo que nos hace súbditos semejantes, que no iguales, de un reino lingüístico en el que cada quien habla su lengua con la belleza, corrección e incorrección que la hace tan atractiva y particular. Atrás quedó el tiempo en que las reglas ordenaban el mundo (ya en las Letanías a nuestro señor Don Quijote rogó en su momento Rubén Darío: «de las academias/ líbranos, señor»); ahora, al menos los escritores, preferimos que las reglas describan cómo es el mundo en realidad en vez de decirnos cómo debe ser. Porque es el baquiano, el que la usa, el que sabe en su intuición cómo usarla, para bien o para mal. El que ha estado allí, en la casa del ser que es el lenguaje, es el que sabe «cómo se bate el cobre», como decimos en Venezuela.
De la misma manera como los conquistadores de América se muestran conocedores del mundo que les tocó someter, más que su rey que, a lo lejos, allá en la corte española, esperaba por noticias y riquezas que no se había tomado la molestia de ir a buscar. Esto hace levantar la airada voz de protesta de Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Lope de Aguirre, tal como ha sido contado: «“Ha cuarenta años que me he ocupado en no dormir, mal comer, y a las veces ni bien ni mal, traer las armas a cuestas, poner la persona en peligro, gastar mi hacienda y edad; los grandes reinos y señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por mi propia persona y expensas, sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos émulos y envidiosos, que como sanguijuelas han reventado de hartos de mi sangre”. Es la misma motivación que movió a los Pizarro a levantarse contra los enviados de la Corona y la que mueve a Lope de Aguirre a escribir a Felipe II para “desnaturalizarse” de los reinos de España. Empezaba con ellos una nueva vida para ellos mismos y para todo el entorno. Empezaban de hecho un nuevo tiempo y una nueva situación histórica”». Y esa situación histórica no era otra que la creación de la gran comunidad en la que ahora nos vemos inmersos y que deberíamos, ya que ha costado tanta sangre y tanto sufrimiento, celebrar y cuidar como la herencia que nos ha sido legada para que continúe y sea cada día más fuerte, más unida, más heterogénea. Y para que traiga más paz.
Esta tarde he venido aquí con la intención de anunciar la buena nueva del reino de Cervantes y me voy con la duda de si he delimitado bien las fronteras de este reino; me voy con la incómoda sensación de que apenas he mostrado un fugaz trazo de ese mapa imaginario; quise hacer como los topógrafos chinos de los que habla Borges en su cuento, que tratando de que el mapa del país fuera lo más exacto posible al país terminaron por construir un mapa tan grande como el país: una empresa a todas luces condenada al fracaso. Tal vez debía no pronunciar esta conferencia; tal vez tenía que haber dejado hablar los poetas antiguos (qué se fizo el rey don Juan/ los infantes de Aragón/ qué se fizieron) o modernos (La princesa está triste/ qué tendrá la princesa/ un suspiro se escapa de su boca de fresa) o a los escritores malditos (Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal); o simplemente, he debido comenzar con las primeras palabras de nuestro libro talismán, la novela de Cervantes, y avisarles que el verdadero cartógrafo de nuestro reino habita en algún lugar de la Mancha de cuyo nombre es mejor no acordarse.

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24.2.21

Estigma, llaga y cicatriz

¿Alguno de ustedes se ha preguntado por qué diablos tenemos un hueco en medio del estómago? ¿Alguna vez alguien ha pasado horas mirándose ese hueco y se ha hecho esta pregunta fundamental, en vez de estar pensando en la inmortalidad del cangrejo? ¿Alguno de ustedes ha hurgado en ese hueco, buscando el fondo? ¿Alguien ha pensado, de verdad, en el ombligo? Yo sé las múltiples cosas que se puede hacer con un ombligo, pero nunca he visto (ni leído) a nadie reflexionando sobre él. Hace muy poco me di cuenta de que el primer estigma de nuestra vida, el primer accidente que sufrimos en el tránsito por este mundo deja como cicatriz eso que conocemos como el ombligo. Antes de nacer, estamos unidos amorosamente a nuestra madre en esa deliciosa piscina que es la placenta por el cordón que nos da de comer y nos hace respirar y justo después de que el partero o partera de turno nos dé el primer golpe de la vida nos separan irremediablemente de nuestro amoroso vínculo y nos lanzan a nuestro albedrío por ahí. Supongo que es el inicio del complejo de Edipo, de quien ya hablaré más adelante. Y ahora que lo pienso, ¿los bebés que nacen en probeta tienen el mismo huequito que nosotros? ¿Hay algo que los una a la probeta que los cuida y hace crecer?

En fin, que el ombligo es nuestra marca de fábrica, lo que nos identifica como primates, porque, hasta donde he comprobado, no he visto el ombligo de ninguna otra clase, y no es que tenga el morbo de hacerlo. Pura curiosidad. EL ombligo de un elefante debe de ser un acogedor lugar para dormir. Todo el mundo ha visto los innumerables anuncios publicitarios donde una chica en bikini, con la camisa anudada o como sea levanta sus brazos y nos enseña inocentemente su marca de fábrica sobre su vientre liso como el mármol, mientras los que acusamos recibo nos quedamos embobados, concentrados sobre el misterio que se esconde detrás de esa oquedad llena de sombras; metáfora, como le hubiera gustado decir al mono desnudo Desmond Morris de los orificios que nos inducen al placer y la procreación. Aunque no todos los ombligos son oquedad, los hay puntiagudos que más recuerdan a un calvo y estoy seguro de que Freud los habría llamado ombligos fálicos. Pero de que son atractivos, lo son, porque si no, no estaría tan de moda usar un pendiente justo en el borde, como s de una oreja se tratara. A que es bonito eso. Una marca sobre otra marca. Porque a eso hemos venido esta noche aquí, a hablar de estigmas, llagas y cicatrices. En ese orden. El estigma que es la «picadura», según el diccionario, que deja la llaga (sinónimo también de estigma) que produce la cicatriz, así ocurre el proceso y por eso digo que el ombligo es una cicatriz, la cicatriz del estigma que es nuestro nacimiento. Pero a pesar de ser el primero no es el único que podemos tener. Ahí tienen al pobre rey Edipo, que por estar desafiando las órdenes de los dioses terminó matando a su padre y casándose con su madre. Lo que lo obligó a sacarse los ojos, estigmatizarse y concluir sus días viajando por el mundo en compañía de su hermana-hija. O Prometeo, que por estar robándose el fuego de los dioses fue condenado a llevar el estigma toda su vida, y eso de quedarse sin hígado todos los días no debe ser muy agradable. Y no sólo la mitología griega es pródiga en estigmas, en la Biblia obligan a Sansón a cambiar de estigma, y de cabellera larga que da fuerza pasa a la ceguera, que finalmente le servirá para acabar con los filisteos. Aunque con esto de la ceguera hay que hacer la salvedad de que un ciego célebre, Jorge Luis Borges, lo consideraba un don en aquel bonito poema en el que casi le agradece a Dios haberle dado al mismo tiempo, los libros y la noche es decir la ceguera. Y las siete plagas de Egipto que Yahvé envía por solicitud de Moisés: no se olvide de que llaga proviene de plaga y una marca en el faraón dejaron, por lo menos para que los dejara a los judíos huir. Finalmente tenemos a Jesús, el Cristo sufriente crucificado, con corona de espinas y lanceado, metáfora perfecta de nuestra religión sufridora y pesimista. Deberíamos tomar conciencia del estigma que significa para nosotros tener esa imagen como icono del cristianismo. ¿Es que alguien ha visto a Krishna sufriendo? No, él es azul, toca flauta y está bailando con sus esposas. ¿Está coronado de espinas Buda acaso? No, es un gordo que está sentado y feliz. ¿Alguien ha visto a Confucio torturado? No, Confucio es un hombre sabio que siempre tiene la palabra precisa.

Un poeta venezolano, José Antonio Ramos Sucre, escribió esto días antes de pegarse un tiro en Ginebra: «Crecí en la casa donde todo estaba prohibido». Lo que pasa es que vivió en la casa de su tío, que era cura. Sin embargo, esta continua prohibición nos ha hecho tener eso que los historiadores llaman «alma fáustica», que nos obliga a querer conocerlo todo, a investigar y a tratar de llegar a donde nadie ha llegado. Porque nada hay mejor para la aventura que la mano que prohíbe. El estigma de la civilización occidental es al mismo tiempo su condena: ir hacia delante, cada vez más, hasta el infinito. Estar más allá del bien y del mal, como quería Nietzsche. La estigmatizada más famosa es Teresa de Jesús, en realidad es famosa la escultura que Bernini hizo de la santa. Para nadie es un secreto que el éxtasis con que es representada fácilmente es comparable con el gozoso momento de una mujer excitada, sobre todo por la sonrisa entre pícara y placentera del ángel que le clava la saeta. Y del estigma de Edipo a las llagas de Santa Teresa tenemos el espectro que va del castigo al premio, porque así se pueden entender las marcas en nuestro cuerpo: o el castigo del torturador que aplica electricidad en los genitales al guerrillero o el hueco inofensivo que una madre hace a su pequeña hija en la oreja, en el momento de nacer. Ambas, sin embargo, marcas que van a ir dándole forma al cuerpo, como el ombligo que se instaura como el centro de nuestro mundo. El cine ha recogido el mito del conde drácula, ese estigma que estigmatiza a todo el que muerde convirtiéndolo, a su vez, en una criatura de la noche. Y hablando de la noche, todos los que hemos visto películas de hombres lobo sabemos de qué manera un hombre se transforma en el animal. Ese animal que en los cuentos infantiles medievales era el sinónimo de los peligros del bosque. Pero también un actor puede quedar estigmatizado con un personaje, como Paul Naschy, que no podemos sino recordarlo haciendo de hombre lobo, igual como recordaremos siempre a Bela Lugosi como Drácula o a Boris Karloff como Frankenstein, a pesar de que Robert De Niro intentó con gran fracaso usurpar su puesto. Y saliéndonos de las pelis de terror, ¿quién no recuerda a Johnny Weismuller haciendo Tarzán, si murió anciano y decrépito dando gritos de mono como un loco en el hospital donde atendieron sus últimos días? ¿O quién no recuerda a Guy Williams haciendo en la tele del Zorro, ese malhechor pro-hispánico, que siempre tuvo la suerte de su lado a la hora de dar al traste con los planes independentistas de los californianos? Guy Williams, el mismo que hizo el doctor Robinson en el antiguo Perdidos en el espacio.

Y ya que estamos en el espacio, actores famosos y marcados por sus personajes: Leonard Nimoy, mejor conocido como el dr. Spock de Viaje a las estrellas, Jonathan Harris, mejor conocido como el dr. Smith de Perdidos en el espacio. En televisión española recuerdo las películas de Marisol, cuyo estigma es ser aquella niña que cantaba la tómbola y hacía correr su caballito y de la que todos nos enamoramos alguna vez. Y de la televisión venezolana supongo que el gran estigma que la marca es el de las telenovelas, que todos hemos visto, aunque sea a escondidas. Por último, quisiera dejar flotando esta idea en el aire: en nuestro mundo contemporáneo nada ya es reconocible si no tiene las marcas, los estigmas encima. En estos días un amigo mío me dijo que había leído La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y yo le pregunté qué le había parecido. Él me dijo que se preguntaba que si la hubiera presentado él en la editorial la habrían publicado, con lo cual no supe si era porque no le había gustado o porque se sentía preparado para escribir así. En todo caso es el sello, es la marca lo que da el aval.

¿O es que no diferencian las hormigas por el olor las cosas vivas de las muertas? ¿No se huelen los animales entre sí para saber si es amigo o enemigo? ¿Vamos a ser menos nosotros, primates poseedores de una marca desde el nacimiento, nuestro ombligo querido fuente de enigmas y placeres?

(Leído en el Café Moderno de Salamanca. 3 de abril de 2000).

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21.2.21

La madre de Alejandro Magno

Les dejo hoy un fragmento de mi libro La reina de los cuatro nombres. Olimpia, madre de Alejandro Magno, un libro publicado en 2005 y que no me importaría volver a publicar. Esta enigmática reina usó cuatro nombres en su vida, y el de Mirtale fue uno de ellos.

Lo que se narra a continuación pudo perfectamente haber ocurrido...

Mirtale, o la luz a borbotones
Mirtale sueña otra vez. Se revuelve en su cama suave, como la piel de todo su cuerpo. Las imágenes de esta noche le arrugan la frente, llena de sorpresa y de un vago pavor. En su sueño, un león tuerto de amplia cabellera se acerca hasta ella y, con una de sus garras, sella la entrada de su vientre, que está a punto de estallar. El león la mira con su único ojo y le sonríe, y articula unas palabras que ella no entiende y que supone dichas en lengua de león. No entiende, sin embargo, cómo puede un león hablarle; la posibilidad de que en los sueños ocurran las cosas más disparatadas no le pasa por la cabeza, acostumbrada como está a recibir señales de los dioses cada noche, como si en vez de dormir subiera a un reino donde la esperan para aconsejarla. Pero lo del león hablándole no forma parte de lo que suele ocurrirle cuando sueña, así que no lo da por normal. Por un instante cree que todo esto es a causa de la pesada cena de hoy; pero el amago de un rayo la saca de su error: de su regazo blanco y suave en lo más íntimo brota una brillante luz que lo ilumina todo: su cama, las plumas de ganso de su almohada, sus ropas y su habitación; fluye por las ventanas y se riega por los pasillos del palacio, cegando a sirvientes y señores; abre las puertas principales y la ciudad toda se vuelve un destello brillantísimo, los huertos y los olivares cercanos, los rebaños de ovejas y las vacas de mirada tonta sucumben ante el fragor de los rayos; los campesinos, las chozas escondidas y los riscos inaccesibles salen de la penumbra por acción del fogoso haz que emerge de ella sin que pueda dominarse ni detectar nada salvo un cosquilleo que la hace sonreír.

La luz no cesa.

Cada vez es más gruesa y, como si fuera un río lácteo que rodea todo, ilumina vigorosa cada cosa que alcanza, y Mirtale tiene la sensación de que este fenómeno no va a acabar nunca; las fronteras del país, el reino vecino de los macedonios, y la orilla de la playa se bañan de la luz que no cubre pero enceguece; y como caballitos marinos que iniciaran una excursión bélica, los rayos que salen de ella se adentran en el proceloso mar y llegan a todas las otras orillas, alumbrando con su ceguera las demás tierras, los rebaños de las otras tribus, los palacios hostiles de rei­nos menos civilizados o más hedonistas: ¡el mundo todo se plaga de la luz que nada deja de lado! ¡La luz que brota de ella como manantial inagotable, como fluido implacable y aventurero! Las mismas paredes del cosmos, los confines del Océano infinito, reciben sin poder evitarlo la cálida caricia que como torrente continuo sale de ella, como densa capa de rayos, como si de un sol nuevo se tratase, un sol de dieciséis puntas que se esconde en sus entrañas y le acaricia la entrepierna. Cada cosa y cada ser del mundo están ahora iluminados para siempre.
«¿Para siempre?», piensa la princesa en su sueño. Los dioses le han enseñado que nada dura para siempre, sólo ellos y su poder son imperecederos. «¿Acaso emana de mí un dios?», cree preguntar en voz alta, pero entonces, produciendo un sonido que nunca había escuchado ni podría ser de su lengua materna —¡zap!—, la luz que hasta ese momento inundaba la tierra desaparece, sumiendo todo —Océano infinito, reinos extranjeros, rebaños, campesinos, ovejas, ciudades del futuro, pasillos y palacios— en una oscuridad aún más negra que antes; incluso su habitación, sus sábanas y sus ropas, las plumas de ganso de la cama que la protegen y su vientre no son más que oscuras formas en un mundo que de repente se ha quedado sin el sol que los adivinos juzgarían eterno y las entrañas de los animales muertos augurarían imperecedero.

Despierta, bañada en sudor. Sola. ¿Dónde ha ido su marido? ¿Sigue de juerga en el gran salón del palacio? Levanta la nariz, como si quisiera otear el aroma que la lleve hasta él, y aguza el oído, por si oye alguna canción, una risa, una flauta entretenida. Su respiración aún está alterada por el sueño que acaba de tener. Se toca la frente y baja la mano suavemente por la mejilla, sigue bajando y roza un seno; su vientre está hirviendo; su entrepierna, mojada, se ha untado de un líquido cremoso. La piel erizada.

No llama a su criada porque prefiere levantarse y buscar ella misma un vaso de agua, con una vaga sensación de pavor, porque ahora está excitada, húmeda y ansiosa. No es, sin embargo, nada que deban saber los siervos, ni siquiera Eufrasia, su aya fiel. La que le contaba el origen de su nombre y le cosía muñecas de trapo parecidas a ella. ¿Las llamaba a todas Ofelia?

Bebe agua con prisa, avara con cada gota y se detiene frente a la ventana que da a las montañas, a ver si la brisa que entra suavemente la refresca un poco antes de volver a dormir. Respira hondo y se abraza, ya más tranquila. Soy Mirtale, iniciada en los Misterios y princesa huérfana de Epiro, descendiente del mismísimo Aquiles, el de los pies ligeros, —murmura, como repasando una lección, aunque esto nunca dejará de tenerlo presente—.


Ni siquiera en su anciano y remoto final.


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19.2.21

La sonrisa de Peter Pan

Hace diez años casi, ya, el suplemento Literales publicó este relato, que por despiste mío, o quién sabe por qué, se quedó fuera de la recopilación de relatos que conforman La sonrisa de los hipopótamos; pero me sirve para ofrecerlo este viernes de febrero.
Solo tienen que pinchar en la imagen, o aquí, para agrandarlo
¡Que lo disfruten!


17.2.21

Un animal protesta

Cuando los dioses crearon el mundo, todos los animales los aclamaron.
Sólo uno protestó:
— Putos dioses —dijo.
Pero los dioses no le hicieron caso y siguieron con la creación.
—¡Putos dioses! —dijo rojo de ira.
Entonces los dioses, aburridos de sus lamentos, dejaron lo que estaban haciendo y lo encararon:
—¿Por qué te quejas?
—¡Putos, putos! —decía el animal.
Y los dioses no entendían.
—¡Putos! ¡Putísimos dioses! —siguió gritando el animal rojo, azul de la ira, mientras se escondía en su refugio verde y seguía durmiendo, los ojos abiertos, el pijama puesto.

14.2.21

Los escritores que escriben sobre ellos mismos

El otro día almorzaba con un amigo escritor y salió el tema de los escritores que escriben sobre ellos mismos y sobre su oficio, esa (aburridísima ya) tautología de la literatura contemporánea. Uno de los argumentos en contra de esta modalidad es que actualmente la vida de los escritores es menos excitante que la de un gato casero -y que no se ofenda mi gato, Siro, ese aventurero retirado-, y por eso resulta profundamente aburrido leer sus libros. No como cuando lees los diarios de Francisco de Miranda, que no paró nunca, o cuando lees la Vida de Alejandro, escrita por Plutarco (o la de Arriano, que es hermosa muestra de cómo un escritor se funde con lo que escribe). Pero para qué contar la vida de un escritor actual que da clases de literatura, o de escritura, publica libros, artículos, pelea con -o adula a- editores, va a congresos y conferencias con otros escritores, no a hablar de literatura sino del faranduleo editorial o, a lo sumo, a hablar de sus propios libros... ¿y a mí qué carrizo me importa la vida privada de estos escritores, si encima es más aburrida que la de las hermanas Brönte? Quizá sea hora de que algunos escritores dejen de pensar que a los lectores nos interesan sus vidas, sus "inquietudes" literarias y sus reflexiones acerca de la escritura, y nos empiecen a contar historias interesantes. Que investiguen, que lean, que olfateen el mundo que está lleno de cosas interesantes. Que dejen la flojera y abandonen el nido donde con tanto cobijo escriben sobre ellos mismos, algunos con la excusa espuria de que es de lo único que saben y pueden escribir. Además de flojos, ¡egocéntricos! Los escritores que están todo el tiempo demostrando lo técnicamente buenos que son y cuánto han leído, y con cuánto provecho, me recuerdan a un deportista, digamos, un futbolista, que sepa mucho de técnica y pueda mantener en el aire un balón durante horas, pero que nunca juegue un partido ni meta o pare goles, que para eso ha aprendido todos esos truquitos que se sabe. A ver, escritor, ya sabemos que sabes escribir y que has leído un montón de libros de los que has sacado un provecho inédito; ya sabemos que tus reflexiones son profundas como la laguna estigia; ya sabemos que tu sensibilidad es única; ahora juega un partido y mete aunque se aun golito solitario, cuéntame algo interesante que me mantenga pegado al libro, estudia tu lengua y hazte consciente de ella, investiga un poco el mundo que te rodea y sácale partido al don que has recibido, ¿no te parece?
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12.2.21

Dos monstruos que conversan

Cuando terminé de leer estas cartas sentí mucha pena, porque quise más; me refiero a las que se cruzaron Thomas Mann y Theodor Adorno en poco más de una década. Mann, mientras escribía Doktor Faustus (ese monumento), leyó un artículo de Adorno sobre Schoenberg y dijo, "este es mi hombre" (o fue lo que escribió en su diario), pues lo necesitaba para que lo ayudara a perfilar la personalidad y la obra del protagonista de la novela, Adrian Leverkühn, el músico. A partir de allí desarrollaron una amistad epistolar entrañable y poderosa. Leer sus cartas es como entrometerse en la conversación de dos monstruos del pensamiento, como presenciar cómo nacen las montañas de la razón humana. Es un libro para el que quiera aprender, porque es como hacer un máster en sabiduría con dos profesores de excepción. Qué pena que se acaba tan pronto. Además la edición viene con montones de notas que aclaran muchos detalles y que enriquecen la lectura. Yo he subrayado muchos pasajes; me he entretenido enterándome de las peleas de Mann con Schoenberg, he compartido la sensación de exilio que arrastra Adorno, y he vuelto a subrayar líneas, frases, he buscado datos, me he guardado fragmentos para mí, porque me provocan las ganas de escribir. En fin, que me la he pasado en grande leyendo el libro, a pesar de que es breve, de que lo he leído con celosa lentitud -no me quería perder nada- y de que salto de un libro a otro sin ton ni son. Qué bueno toparse con libros así, luminosos, iluminadores. Les dejo esta frase de Mann, del 52, tan cerca del final de su vida:
Pero, ¿es imaginable el comunismo sin tiranía?
No sé a ustedes, pero a mí esta frase me parece aguda como una sarisa; ¡si el pobre Mann levantara la cabeza!

Correspondencia. 1943-1955
Thomas Mann y Theodor W. Adorno
Edición a cargo de Christoph Gödde y Thomas Sprecher con la participación del Archivo Theodor W. Adorno Traducción de Nicolás Gelormini.
Fondo de Cultura Económica, 2006
184p.|ISBN:9505576420|15 euros|

10.2.21

Unas preguntas de Capote

Eso. Las preguntas que se hizo a sí mismo Capote me las hicieron a mí hace mucho tiempo y contesté esto, pero puede que ya no esté de acuerdo con algunas de las respuestas. Se verá cuáles.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
La Biblioteca Nacional.
¿Prefiere los animales a la gente?
Según el lado de la cama que elijan.
¿Es usted cruel?
Eso depende del tipo de carne que me sirvan. Pero en general, soy duro, pero cariñoso. Flat, me llamarían los anglosajones.
¿Tiene muchos amigos?
Conozco a alguna gente. Amigos: en Facebook como mil y pico; en la vida, se van destilando.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
El respeto.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
En Venezuela, los amigos no decepcionan, echan una vaina; en España, joden.
¿Es usted una persona sincera?
Hasta que comienza la letra pequeña.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
El tiempo libre no existe; es una trampa para hacernos trabajar y consumir más. En realidad, la vida es un continuo tiempo libre, y lo vamos llenando con nosotros mismos, a menos que se nos imponga un amo.
¿Qué le da más miedo?
Soñar con gente muerta y que justo me den ganas de orinar. Ir al baño en medio de una noche de muertos empavorece.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
No suelo escandalizarme en el sentido moral de la palabra. Quedan poca ropa y pocas ganas para estar escandalizándose a estas alturas.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Una vez le preguntaron a Stephen King por qué había decidido escribir historias de miedo, y él contestó ¿qué le hace pensar que fue una decisión?
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Ahora mismo, no, pero prometo modificar esta pregunta pronto.
¿Sabe cocinar?
Hace años que hago un doctorado en arroz blanco, como cocinero y como comensal. Algún día haré (y comeré) el mejor arroz blanco del mundo.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
¿Paga bien el Reader’s Digest? Hay varias opciones, y las enumero no en orden de importancia sino como me van saliendo: Alejandro de Macedonia, J. S. Bach, Galileo Galilei, Leonardo da Vinci, Armando Reverón, Olimpia de Epiro, Hipatia de Alejandría, Hildegarda de Bingen, Simón Rodríguez, Andrés Bello, Juan Germán Roscio y Francisco de Miranda. Ah, y Scarlett O’Hara.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
El fonema consonántico nasal y labial m.
¿Y la más peligrosa?
«El lenguaje es el más peligroso de los bienes», así que hay para elegir un montón de palabras.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Como todos. Pero parece que hacerlo es más complicado que eso.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Mi tendencia política se acerca a esta frase: hay que tener ideas en vez de ideología; porque en la ideología, ella lo tiene a uno. La ideología es un lecho de Procusto, y eso es muy doloroso.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Agente fantasma.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Soy como un cura de la Edad Media: mis vicios son la gula y la pereza.
¿Y sus virtudes?
Me reservo el derecho de admisión.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
No es momento para estar teniendo imágenes, sino para salvar la vida

7.2.21

La escalera de Salamanca

El 29 de noviembre de 1314 entregaba su alma al cielo Felipe, IV de Francia y I de Navarra, conocido como El hermoso, antes de cumplirse un año de la ejecución de Jacobo de Molay, el Gran Maestre de los templarios, y para hacer realidad la maldición que este les lanzara a él, al papa y a Guillermo de Nogaret mientras el fuego de la hoguera lo consumía, por maluco y hereje. Con la muerte de Felipe comenzaría un desastroso periodo de decadencia para la corona francesa: sus hijos eran demasiado lerdos o tarados como para mantener la fuerza de un reino que él levantó con mano de hierro y conciencia de bebé. El que quiera gozar un poco de esta historia de chismes y barbaridades, que no se pierda la serie de siete novelas de Maurice Druon, Los reyes malditos, que si bien no es una joya de la literatura universal, al menos ayuda a pasar los ratos de tedio con algo de morbo. Eso sí, las novelas son progresivamente peores, porque en las últimas de la saga el autor se quiso poner «culto» y se olvidó de que uno sólo quiere consumir los chismes de esta casta de reyes torpes y egoístas. Ante las groseras maldades de Roberto de Artois y las obesas pasiones de su odiada tía Mahaut, no hay opción para la literatura. Entre las miserias de estos personajes acabó la Orden del Temple, esa que tantas historias ha levantado y que aún debe de esconder el Grial tan buscado y que de ninguna manera está en las obras de Leonardo. Felipe, necesitado de dinero, se confabuló con el papa vagabundo de turno para acusar a la orden de todo tipo de tropelías y pecados: no es que no tuvieran razón, lo que pasa es que tarde piaron. Si el Temple era una orden corrupta e enriquecida, lo sería desde muchos años antes de que al ávido rey de Francia se le ocurriera acusarlos de bichos amorales y besaculos. Una nocturna operación policial, precisas como pocas en la historia de Europa, acabó, como una sarisa que atraviesa cinco hoplitas, con todos los miembros de la orden en Francia, y el rey se hizo rico de la noche a la mañana. Y de la noche a la mañana, también, desaparecieron trescientos años de caballería cruzada en la que, por cierto, el abuelo de Felipe, San Luis, participó espada en alto y piedad por dentro. Tal como apareció, se esfumó el espíritu los templarios. ¿Completamente?
De ninguna manera.
Un ejemplo de la influencia del espíritu caballeresco de superación y lucha de los templarios está aún grabado en piedra, en la piedra de la famosa escalera de la Universidad de Salamanca: desde el primer escalón, podemos presenciar, como si fuera un cómic renacentista, el ascenso del estudiante por el camino caballeresco de la sabiduría: abejas, toros, putas, caballos, flores, bebida, orgías, matemáticas; todo se confabula para que no logre el objetivo final, esto es, graduarse de estudiante perfecto. Esto es, ser metáfora de Cristo. Curiosamente, el último obstáculo a vencer antes de graduarse es el enfrentamiento contra las hordas de moros, esos otros caballeros que tan buena relación tuvieron con los templarios y que tan mal fueron tratados por los «francos». Al final, el premio al esfuerzo: la unión con Cristo, que es el primer y más sabio caballero-estudiante. Erwin Panofsky llama a este camino de perfeccionamiento la «vertical constructiva». Tal cual Perceval, el Hombre Araña, Marco o Luke Skywalker. En el siguiente comentario está resumido lo que las figuras en bajorrelieve significaron el la época en que se esculpieron:

«El que los personajes sean caballeros es altamente significativo, en una ética en que la caballería y el espíritu caballeresco son el su­premo valor. Eran primordiales en la Corte de Borgoña, y, Carlos V, he­cho Caballero del Toisón antes de cumplir los dos años, en brazos de su aya, los mamó con la leche. Pero este mismo espíritu se respira en textos cumbres de la época: Erasmo de Rotterdam, cuyo pacifismo no puede ser puesto en duda, en su Enquiridión del caballero cristiano, título signi­ficativo, emplea constantemente metáforas militares y caballerescas. El simbolismo de la doma del caballo (...) aclara el valor moral del programa. Caballo y caballero forman una sola ima­gen en el ideal de caballería. El símbolo del toro alanceado, en clave moral, es evidentemente y una vez más, el triunfo sobre las pasiones; el toro, en lenguaje simbólico, es un doble del caballo, pero en su forma más primitiva y brutal, pues el caballo puede ser domado, el toro no. La cabalgata ascendente marca el triunfo del hom­bre que ha sabido doblegar sus pasiones y alcanzar un perfecto domi­nio de si mismo y de las fuerzas naturales. El triunfo militar aparente es la imagen del triunfo espiritual, tal como lo describe Erasmo en el Enquiridión. E1 símbolo del triunfo es la trompeta, que se encuentra en el dorso de la última pilastra, trompeta bíblica de los salmos, ángeles trompeteros del arte cristiano» [Paulette Gaubadan].

Al final, lo de siempre: el que quiera azul celeste, que le cueste. Nada se consigue sin esfuerzo y es lo que tratan de decirnos en su mudo lenguaje las figuritas de la escalera. Arriba del todo, por cierto, se encuentra la antigua Librería de la Universidad, que no es otra cosa que la Biblioteca antigua, donde se guardan unos magníficos «libros esféricos», los globos terráqueos. La única pega que yo le veo es el tinte militar de la aventura, inevitable para la época pero prescindible en la nuestra. Ya basta de ponernos retos como si fuéramos caballeros en un torneo medieval (pues reto es «incitar una persona a otra a que luche o compita con ella») y volvamos al pensamiento y resolución de problemas (que no en balde proviene del griego problema, propuesta). Flaco favor a la paz hacen los psicólogos tratando de que el lenguaje común cambie el saludable problema por el engorroso y belicista reto. En fin. Que Venezuela debería de estar llena de escaleras como la de Salamanca, para que la pereza que nos abunda tenga un incómodo recordatorio, y antes de que el felipe-el-hermoso de turno nos dé caza en una sola noche (o en una sola noche electoral) para saciar su ambición. Y acabe así con el sueño de nuestras cruzadas llenándonos más de retos que de problemas.

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5.2.21

El placer es la puerta del conocimiento profundo

Hay que leer mucho, no muchas cosas.
Adagio útil como pocos, sobre todo en esta época en la que se lee más, pero no hay mejores libros (esos están esperándonos pacientemente en las bibliotecas). Por mi parte, debo decir que este consejo, escrito en su novena carta (Epistulae VII, 9, 15) por Caius Plinius Caecilius Secundus (Como, 63-Bitinia, 113, aprox.), mejor conocido como Plinio, el Joven, lo escuché por vez primera a nuestro profesor de Gramática, Lingüística y Filosofía de la Naturaleza, Jesús Olza, jesuita, de los pocos sabios que en el mundo son y del que ya he hablado en otras ocasiones y en las que se me presenten.
Pero hay dos problemas. Primero, como se trata de una adicción, con la lectura ocurre como con las otras adicciones: si un alcohólico es capaz de envenenarse con querosén para saciar la ansiedad de su abstinencia, un cocainómano no le hace ascos al vidrio molido si se da la necesidad y un adicto a los opiáceos es capaz de fumarse una lumpia, un lector vicioso puede engullir cualquier libro, por más lleno de gamelote y banalidades que esté. Y esto es lo que embrutece. Segundo, el mismo problema que con la coca, el miche y el monte: se lleva puesto. Cuando uno lee algo, leído queda, y es imposible borrarlo de nuestra cabeza. Como un meme perverso se instala en alguna neurona, esperando su día.
Mi solución es cobarde y perezosa: regreso a los mismos libros, los mansos, que me han dado por igual placer y gozo.
Placer. Es lo único que le pido a un libro.
Porque el placer es la puerta del conocimiento profundo.

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3.2.21

Cuando el cuento te persigue a donde vas

Salgo una mañana a comprar el pan: un perro va detrás de mí, como husmeando en mis asuntos. Entro en el metro leyendo un libro sobre jirafas: en mi vagón hay un señor con un cuello tan largo como una llama boliviana. Me rasco la nuca, por si acaso. Un buitre da fúnebres vueltas sobre mi cabeza durante toda la tarde y yo tomo la previsión de bañarme a fondo. Me aburro en un autobús que va al centro de la ciudad y otro señor –creo que es un banquero famoso— se distrae pegando bolitas de moco en el asiento que tiene al lado. Una noche cruzo un descampado para ir a dormir y justo a mitad de camino se ven pasar tres estrellas fugaces que iluminan todo el campo, y obligan a los cocuyos a brillar más. Me cito con mi nuevo amor en una cafetería: cuando la veo de espaldas me le acerco para hacerle una ternura y descubro que se trata de otra muchacha que me gusta más. Instalo con ludopatía el juego de video que acabo de comprar y resulta que el personaje principal tiene el mismo rostro que yo; y, además, la canción del juego es una que me gustaba tararear cuando estaba en la escuela. Llego aturdido a una ciudad de catorce millones de habitantes en la que nunca he estado y saliendo del teatro me topo con alguien de la oficina, una vecina muy querida y el mejor amigo de mi infancia: el hombre del taxi nació en el mismo sitio que yo. Así sucede siempre.Los cuentos se me aparecen en los momentos menos oportunos. A veces muchos de ellos se juntan, forman un ejército y no me queda más remedio que prestarles atención, anotar cada una de sus penas, atender a sus reclamos, sin perder nada de lo que digan: allí comienza a gestarse otra novela.
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31.1.21

De las infinitas hogueras y sus mundos

Io tengo un infinito universo, cioè effetto della infinita divina potentia, perchè io stimavo cosa indegna della divina bontà e potentia, che, possendo produr oltra questo mondo un altro et altri infiniti, producesse un mondo finito

Este es Giordano Bruno; este es el rechazado por católicos, por protestantes; este es Giordano Bruno. Este es Giordano, el que imaginaba planetas y planetas infinitos llenos de vida para gloria del Señor. Este es Giordano Bruno, que esparció por el mundo las herejías copernicanas y sus propias herejías. Bruno, que concibió los átomos, las mónadas, los organismos unicelulares, este es Giordano, nacido Filippo hasta que la Santa Madre Iglesia en su congregación dominicana le diera el nombre de Giordano, que tanto fango recibió. Durante su vida, vivió sin piedad; su muerte, pues, por el fuego, el 17 de febrero de 1600 fue un acto de justicia. Ardió en el Campo de la Flores de Roma para gloria del Excelso, y fue una candente flor más entre las flores de la Creación y de la plaza que, los miércoles, es un mercado. La venganza de Dios ha sido extraordinaria.
Giordano Bruno, quemado en la hoguera por hereje y, lo que es peor, por contumaz. Quién lo manda.
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29.1.21

Escritor, apártate que no me dejas leer

He estado leyendo una novela en estos días. Empezó interesándome, pero ahora, en la página cincuenta casi que voy ya, ha dejado de llamarme la atención. No por el tema, que prometía ser gozoso, ni por la prosa, correcta y eficaz; sino por el autor. El autor, que no se quita de en medio, chico.
Hay escritores más interesados en que los conozcamos a ellos, no a sus obras.
Hay autores que, como algunos futbolistas mediáticos, hacen virguerías en los anuncios de refrescos y de carros, y -quizá- en el centro del campo, pero nunca meten un gol.
Hay autores que deberían estar en Gran Hermano: allí los verían más.
Pero, por favor, que no estorben cuando uno lee un libro suyo.

Estoy leyendo, también, a otro autor: este, quizá por su carácter, se aparta de inmediato y nos deja pasar a su imaginación. Y deja que nos instalemos, como Alicia, entre sus personajes, en su espacio y en su prosa; qué delicia, aunque no te sientas cerca de la novela, aunque la novela no sea del todo buena, cuando la novela te abre sus puertas y te deja entrar. Cuando el anfitrión tiene la suficiente delicadeza como para no echársenos encima y dejar que seamos nosotros los que elijamos los trozos más apetitosos.

Y leo el prólogo de Miguel Salabert a La educación sentimental: cuando los traductores sabían tanto que eran capaces de escribir un prólogo a sus traducciones, que eran ensayos tan sabrosos como el texto que nos facilitaban. Y, de paso, habla de eso que hace que una novela sea una joya, que lo mediocre no sea el texto sino el universo del que habla; sin embargo, algunos de sus contemporáneos no lo creyeron así, cosa que sorprende al traductor:
La obra era forzosamente mediocre, puesto que sus personajes lo eran. Negaban, al hablar así, la posibilidad de escribir una novela genial con personajes mediocres, que era precisamente lo que tenían en sus manos.
Y eso que todavía Joyce no había "inventado" la novela del antihéroe.

Joyce y Flaubert: dos que se apartaban para que el lector hurgara a gusto en sus universos complejos y fractales.

Eso es todo lo que un lector pide. Espacio.
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27.1.21

Libros en depósito

Reviso un antiguo cuaderno que se vino conmigo de Venezuela. Me gusta de vez en cuando volver a los cuadernos que siempre compro pero que casi nunca lleno; los dejo con páginas en blanco, porque me aburro o porque no me gusta escribir a mano, o porque hace muchos años ya que escribo con computadora, y no me gusta transcribir. Pero los guardo; los conservo porque siempre hay algo allí anotado que me podrá interesar dentro de varios años.

Me encuentro en este cuaderno en particular, comprado en Caracas en 1997 y cuya portada es un toro alado, con una lista de libros en depósito que hicimos mi amigo querido Diego Casasnovas y yo, seguramente mientras recogía mis cosas del apartamento donde vivía, en la esquina de Colimodio, antes de viajar a España. Ya que no me los iba a poder llevar, alguien debía disfrutarlos, y cuidarlos. Diego hizo una selección de quince títulos y yo anoté, con la seguridad de que nos veríamos siempre, a lo largo de nuestras vidas. Nos volvimos a ver, cómo no, cuando cuatro años después regresé a Caracas, y cuando volví un par de veces más, y creo que nunca hablamos de los libros que me guardaba en depósito, pues había tantas cosas que contarnos que eso podía esperar. En todo caso, ya habría tiempo, cuando regresara definitivamente a Caracas, para recuperarlos.

Ninguna de las dos cosas ocurrió. Ni yo he vuelto a Caracas -¿viviré de nuevo allí, otra vez, algún día?-, y los libros estarán, ahora para siempre, en depósito. Diego se fue hace casi dieciocho años, y seguro que me estará esperando allí donde estaremos definitivamente con los quince libros que se llevó prestados; Cioran, Forster, Murphy, Sófocles, Kerouac, Plath, Epicuro... autores que dan ganas de leer de inmediato. Mi tranquilidad es que Diego los cuida, los lee, los subraya para comentar esos pasajes conmigo, cuando volvamos a vernos, para reírnos de tantas tonterías. Es bueno hacer listas de libros. Son como la fotografía de nuestros pensamientos, de los pensamientos de una época en particular que también se define por la manera como mirábamos el mundo.

Que solo puede verse, como todo el mundo sabe, a través de las palabras.
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24.1.21

La fuerza del lector

Leo una entrevista a Javier Marías y de repente me topo con una explicación luminosa: «Lo que pasa es que cuando un libro tiene importancia —sea filosófico, científico o literario—, acaba trascendiendo y permeando incluso a la gente que no lee. A través de la gente que lo lee llega a la gente que no lee.» Qué enorme responsabilidad, qué gran privilegio, pienso, el que tienen los lectores: se alimentan sabrosamente con lo que leen, sí, pero también son los mensajeros de buenas nuevas para aquellos que viven ciegos en el mundo, para aquellos que no han comido: para aquellos que no leen. Cuando leemos un libro, nos leemos a nosotros mismos en ese libro, anunciaba Proust, pero ahora comprendo que además nos convertimos en ese libro porque nos transformamos en el cofre que él ha sido hasta el momento en que llegamos a él: y todo cofre debe abrirse para regar sus tesoros. Cada libro nuevo llena más el cofre; y cada vez que le contamos a alguien lo que hemos leído, duplicamos, «clonamos», el tesoro en la mente del que oye y lo convertimos, a su vez, en un nuevo cofre: allá él lo que haga con su tesoro.

Esta es la fuerza del lector: contamina, cuando lee, su mente y adquiere la capacidad de contagiar el mundo con las palabras que ha leído. Esto ya lo sabía Sócrates, hace más de dos mil cuatrocientos años, y san Agustín, y los dos migueles, Montaigne y Cervantes; y Simón Rodríguez: lector, destruye con tus palabras la oscuridad del que no lee; ilumínalo con tus historias y haz que el mundo sea un poco más hermoso: porque la imaginación, solo la imaginación puede transformarlo en ese lugar perfecto que nunca será. Esa es tu fuerza, lector; úsala sin piedad para tu beneficio y habrás cumplido con el ciclo, como hace la abeja cuando dispersa el polen de sus patas.