24.2.21

Estigma, llaga y cicatriz

¿Alguno de ustedes se ha preguntado por qué diablos tenemos un hueco en medio del estómago? ¿Alguna vez alguien ha pasado horas mirándose ese hueco y se ha hecho esta pregunta fundamental, en vez de estar pensando en la inmortalidad del cangrejo? ¿Alguno de ustedes ha hurgado en ese hueco, buscando el fondo? ¿Alguien ha pensado, de verdad, en el ombligo? Yo sé las múltiples cosas que se puede hacer con un ombligo, pero nunca he visto (ni leído) a nadie reflexionando sobre él. Hace muy poco me di cuenta de que el primer estigma de nuestra vida, el primer accidente que sufrimos en el tránsito por este mundo deja como cicatriz eso que conocemos como el ombligo. Antes de nacer, estamos unidos amorosamente a nuestra madre en esa deliciosa piscina que es la placenta por el cordón que nos da de comer y nos hace respirar y justo después de que el partero o partera de turno nos dé el primer golpe de la vida nos separan irremediablemente de nuestro amoroso vínculo y nos lanzan a nuestro albedrío por ahí. Supongo que es el inicio del complejo de Edipo, de quien ya hablaré más adelante. Y ahora que lo pienso, ¿los bebés que nacen en probeta tienen el mismo huequito que nosotros? ¿Hay algo que los una a la probeta que los cuida y hace crecer?

En fin, que el ombligo es nuestra marca de fábrica, lo que nos identifica como primates, porque, hasta donde he comprobado, no he visto el ombligo de ninguna otra clase, y no es que tenga el morbo de hacerlo. Pura curiosidad. EL ombligo de un elefante debe de ser un acogedor lugar para dormir. Todo el mundo ha visto los innumerables anuncios publicitarios donde una chica en bikini, con la camisa anudada o como sea levanta sus brazos y nos enseña inocentemente su marca de fábrica sobre su vientre liso como el mármol, mientras los que acusamos recibo nos quedamos embobados, concentrados sobre el misterio que se esconde detrás de esa oquedad llena de sombras; metáfora, como le hubiera gustado decir al mono desnudo Desmond Morris de los orificios que nos inducen al placer y la procreación. Aunque no todos los ombligos son oquedad, los hay puntiagudos que más recuerdan a un calvo y estoy seguro de que Freud los habría llamado ombligos fálicos. Pero de que son atractivos, lo son, porque si no, no estaría tan de moda usar un pendiente justo en el borde, como s de una oreja se tratara. A que es bonito eso. Una marca sobre otra marca. Porque a eso hemos venido esta noche aquí, a hablar de estigmas, llagas y cicatrices. En ese orden. El estigma que es la «picadura», según el diccionario, que deja la llaga (sinónimo también de estigma) que produce la cicatriz, así ocurre el proceso y por eso digo que el ombligo es una cicatriz, la cicatriz del estigma que es nuestro nacimiento. Pero a pesar de ser el primero no es el único que podemos tener. Ahí tienen al pobre rey Edipo, que por estar desafiando las órdenes de los dioses terminó matando a su padre y casándose con su madre. Lo que lo obligó a sacarse los ojos, estigmatizarse y concluir sus días viajando por el mundo en compañía de su hermana-hija. O Prometeo, que por estar robándose el fuego de los dioses fue condenado a llevar el estigma toda su vida, y eso de quedarse sin hígado todos los días no debe ser muy agradable. Y no sólo la mitología griega es pródiga en estigmas, en la Biblia obligan a Sansón a cambiar de estigma, y de cabellera larga que da fuerza pasa a la ceguera, que finalmente le servirá para acabar con los filisteos. Aunque con esto de la ceguera hay que hacer la salvedad de que un ciego célebre, Jorge Luis Borges, lo consideraba un don en aquel bonito poema en el que casi le agradece a Dios haberle dado al mismo tiempo, los libros y la noche es decir la ceguera. Y las siete plagas de Egipto que Yahvé envía por solicitud de Moisés: no se olvide de que llaga proviene de plaga y una marca en el faraón dejaron, por lo menos para que los dejara a los judíos huir. Finalmente tenemos a Jesús, el Cristo sufriente crucificado, con corona de espinas y lanceado, metáfora perfecta de nuestra religión sufridora y pesimista. Deberíamos tomar conciencia del estigma que significa para nosotros tener esa imagen como icono del cristianismo. ¿Es que alguien ha visto a Krishna sufriendo? No, él es azul, toca flauta y está bailando con sus esposas. ¿Está coronado de espinas Buda acaso? No, es un gordo que está sentado y feliz. ¿Alguien ha visto a Confucio torturado? No, Confucio es un hombre sabio que siempre tiene la palabra precisa.

Un poeta venezolano, José Antonio Ramos Sucre, escribió esto días antes de pegarse un tiro en Ginebra: «Crecí en la casa donde todo estaba prohibido». Lo que pasa es que vivió en la casa de su tío, que era cura. Sin embargo, esta continua prohibición nos ha hecho tener eso que los historiadores llaman «alma fáustica», que nos obliga a querer conocerlo todo, a investigar y a tratar de llegar a donde nadie ha llegado. Porque nada hay mejor para la aventura que la mano que prohíbe. El estigma de la civilización occidental es al mismo tiempo su condena: ir hacia delante, cada vez más, hasta el infinito. Estar más allá del bien y del mal, como quería Nietzsche. La estigmatizada más famosa es Teresa de Jesús, en realidad es famosa la escultura que Bernini hizo de la santa. Para nadie es un secreto que el éxtasis con que es representada fácilmente es comparable con el gozoso momento de una mujer excitada, sobre todo por la sonrisa entre pícara y placentera del ángel que le clava la saeta. Y del estigma de Edipo a las llagas de Santa Teresa tenemos el espectro que va del castigo al premio, porque así se pueden entender las marcas en nuestro cuerpo: o el castigo del torturador que aplica electricidad en los genitales al guerrillero o el hueco inofensivo que una madre hace a su pequeña hija en la oreja, en el momento de nacer. Ambas, sin embargo, marcas que van a ir dándole forma al cuerpo, como el ombligo que se instaura como el centro de nuestro mundo. El cine ha recogido el mito del conde drácula, ese estigma que estigmatiza a todo el que muerde convirtiéndolo, a su vez, en una criatura de la noche. Y hablando de la noche, todos los que hemos visto películas de hombres lobo sabemos de qué manera un hombre se transforma en el animal. Ese animal que en los cuentos infantiles medievales era el sinónimo de los peligros del bosque. Pero también un actor puede quedar estigmatizado con un personaje, como Paul Naschy, que no podemos sino recordarlo haciendo de hombre lobo, igual como recordaremos siempre a Bela Lugosi como Drácula o a Boris Karloff como Frankenstein, a pesar de que Robert De Niro intentó con gran fracaso usurpar su puesto. Y saliéndonos de las pelis de terror, ¿quién no recuerda a Johnny Weismuller haciendo Tarzán, si murió anciano y decrépito dando gritos de mono como un loco en el hospital donde atendieron sus últimos días? ¿O quién no recuerda a Guy Williams haciendo en la tele del Zorro, ese malhechor pro-hispánico, que siempre tuvo la suerte de su lado a la hora de dar al traste con los planes independentistas de los californianos? Guy Williams, el mismo que hizo el doctor Robinson en el antiguo Perdidos en el espacio.

Y ya que estamos en el espacio, actores famosos y marcados por sus personajes: Leonard Nimoy, mejor conocido como el dr. Spock de Viaje a las estrellas, Jonathan Harris, mejor conocido como el dr. Smith de Perdidos en el espacio. En televisión española recuerdo las películas de Marisol, cuyo estigma es ser aquella niña que cantaba la tómbola y hacía correr su caballito y de la que todos nos enamoramos alguna vez. Y de la televisión venezolana supongo que el gran estigma que la marca es el de las telenovelas, que todos hemos visto, aunque sea a escondidas. Por último, quisiera dejar flotando esta idea en el aire: en nuestro mundo contemporáneo nada ya es reconocible si no tiene las marcas, los estigmas encima. En estos días un amigo mío me dijo que había leído La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y yo le pregunté qué le había parecido. Él me dijo que se preguntaba que si la hubiera presentado él en la editorial la habrían publicado, con lo cual no supe si era porque no le había gustado o porque se sentía preparado para escribir así. En todo caso es el sello, es la marca lo que da el aval.

¿O es que no diferencian las hormigas por el olor las cosas vivas de las muertas? ¿No se huelen los animales entre sí para saber si es amigo o enemigo? ¿Vamos a ser menos nosotros, primates poseedores de una marca desde el nacimiento, nuestro ombligo querido fuente de enigmas y placeres?

(Leído en el Café Moderno de Salamanca. 3 de abril de 2000).

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21.2.21

La madre de Alejandro Magno

Les dejo hoy un fragmento de mi libro La reina de los cuatro nombres. Olimpia, madre de Alejandro Magno, un libro publicado en 2005 y que no me importaría volver a publicar. Esta enigmática reina usó cuatro nombres en su vida, y el de Mirtale fue uno de ellos.

Lo que se narra a continuación pudo perfectamente haber ocurrido...

Mirtale, o la luz a borbotones
Mirtale sueña otra vez. Se revuelve en su cama suave, como la piel de todo su cuerpo. Las imágenes de esta noche le arrugan la frente, llena de sorpresa y de un vago pavor. En su sueño, un león tuerto de amplia cabellera se acerca hasta ella y, con una de sus garras, sella la entrada de su vientre, que está a punto de estallar. El león la mira con su único ojo y le sonríe, y articula unas palabras que ella no entiende y que supone dichas en lengua de león. No entiende, sin embargo, cómo puede un león hablarle; la posibilidad de que en los sueños ocurran las cosas más disparatadas no le pasa por la cabeza, acostumbrada como está a recibir señales de los dioses cada noche, como si en vez de dormir subiera a un reino donde la esperan para aconsejarla. Pero lo del león hablándole no forma parte de lo que suele ocurrirle cuando sueña, así que no lo da por normal. Por un instante cree que todo esto es a causa de la pesada cena de hoy; pero el amago de un rayo la saca de su error: de su regazo blanco y suave en lo más íntimo brota una brillante luz que lo ilumina todo: su cama, las plumas de ganso de su almohada, sus ropas y su habitación; fluye por las ventanas y se riega por los pasillos del palacio, cegando a sirvientes y señores; abre las puertas principales y la ciudad toda se vuelve un destello brillantísimo, los huertos y los olivares cercanos, los rebaños de ovejas y las vacas de mirada tonta sucumben ante el fragor de los rayos; los campesinos, las chozas escondidas y los riscos inaccesibles salen de la penumbra por acción del fogoso haz que emerge de ella sin que pueda dominarse ni detectar nada salvo un cosquilleo que la hace sonreír.

La luz no cesa.

Cada vez es más gruesa y, como si fuera un río lácteo que rodea todo, ilumina vigorosa cada cosa que alcanza, y Mirtale tiene la sensación de que este fenómeno no va a acabar nunca; las fronteras del país, el reino vecino de los macedonios, y la orilla de la playa se bañan de la luz que no cubre pero enceguece; y como caballitos marinos que iniciaran una excursión bélica, los rayos que salen de ella se adentran en el proceloso mar y llegan a todas las otras orillas, alumbrando con su ceguera las demás tierras, los rebaños de las otras tribus, los palacios hostiles de rei­nos menos civilizados o más hedonistas: ¡el mundo todo se plaga de la luz que nada deja de lado! ¡La luz que brota de ella como manantial inagotable, como fluido implacable y aventurero! Las mismas paredes del cosmos, los confines del Océano infinito, reciben sin poder evitarlo la cálida caricia que como torrente continuo sale de ella, como densa capa de rayos, como si de un sol nuevo se tratase, un sol de dieciséis puntas que se esconde en sus entrañas y le acaricia la entrepierna. Cada cosa y cada ser del mundo están ahora iluminados para siempre.
«¿Para siempre?», piensa la princesa en su sueño. Los dioses le han enseñado que nada dura para siempre, sólo ellos y su poder son imperecederos. «¿Acaso emana de mí un dios?», cree preguntar en voz alta, pero entonces, produciendo un sonido que nunca había escuchado ni podría ser de su lengua materna —¡zap!—, la luz que hasta ese momento inundaba la tierra desaparece, sumiendo todo —Océano infinito, reinos extranjeros, rebaños, campesinos, ovejas, ciudades del futuro, pasillos y palacios— en una oscuridad aún más negra que antes; incluso su habitación, sus sábanas y sus ropas, las plumas de ganso de la cama que la protegen y su vientre no son más que oscuras formas en un mundo que de repente se ha quedado sin el sol que los adivinos juzgarían eterno y las entrañas de los animales muertos augurarían imperecedero.

Despierta, bañada en sudor. Sola. ¿Dónde ha ido su marido? ¿Sigue de juerga en el gran salón del palacio? Levanta la nariz, como si quisiera otear el aroma que la lleve hasta él, y aguza el oído, por si oye alguna canción, una risa, una flauta entretenida. Su respiración aún está alterada por el sueño que acaba de tener. Se toca la frente y baja la mano suavemente por la mejilla, sigue bajando y roza un seno; su vientre está hirviendo; su entrepierna, mojada, se ha untado de un líquido cremoso. La piel erizada.

No llama a su criada porque prefiere levantarse y buscar ella misma un vaso de agua, con una vaga sensación de pavor, porque ahora está excitada, húmeda y ansiosa. No es, sin embargo, nada que deban saber los siervos, ni siquiera Eufrasia, su aya fiel. La que le contaba el origen de su nombre y le cosía muñecas de trapo parecidas a ella. ¿Las llamaba a todas Ofelia?

Bebe agua con prisa, avara con cada gota y se detiene frente a la ventana que da a las montañas, a ver si la brisa que entra suavemente la refresca un poco antes de volver a dormir. Respira hondo y se abraza, ya más tranquila. Soy Mirtale, iniciada en los Misterios y princesa huérfana de Epiro, descendiente del mismísimo Aquiles, el de los pies ligeros, —murmura, como repasando una lección, aunque esto nunca dejará de tenerlo presente—.


Ni siquiera en su anciano y remoto final.


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19.2.21

La sonrisa de Peter Pan

Hace diez años casi, ya, el suplemento Literales publicó este relato, que por despiste mío, o quién sabe por qué, se quedó fuera de la recopilación de relatos que conforman La sonrisa de los hipopótamos; pero me sirve para ofrecerlo este viernes de febrero.
Solo tienen que pinchar en la imagen, o aquí, para agrandarlo
¡Que lo disfruten!