7.2.21

La escalera de Salamanca

El 29 de noviembre de 1314 entregaba su alma al cielo Felipe, IV de Francia y I de Navarra, conocido como El hermoso, antes de cumplirse un año de la ejecución de Jacobo de Molay, el Gran Maestre de los templarios, y para hacer realidad la maldición que este les lanzara a él, al papa y a Guillermo de Nogaret mientras el fuego de la hoguera lo consumía, por maluco y hereje. Con la muerte de Felipe comenzaría un desastroso periodo de decadencia para la corona francesa: sus hijos eran demasiado lerdos o tarados como para mantener la fuerza de un reino que él levantó con mano de hierro y conciencia de bebé. El que quiera gozar un poco de esta historia de chismes y barbaridades, que no se pierda la serie de siete novelas de Maurice Druon, Los reyes malditos, que si bien no es una joya de la literatura universal, al menos ayuda a pasar los ratos de tedio con algo de morbo. Eso sí, las novelas son progresivamente peores, porque en las últimas de la saga el autor se quiso poner «culto» y se olvidó de que uno sólo quiere consumir los chismes de esta casta de reyes torpes y egoístas. Ante las groseras maldades de Roberto de Artois y las obesas pasiones de su odiada tía Mahaut, no hay opción para la literatura. Entre las miserias de estos personajes acabó la Orden del Temple, esa que tantas historias ha levantado y que aún debe de esconder el Grial tan buscado y que de ninguna manera está en las obras de Leonardo. Felipe, necesitado de dinero, se confabuló con el papa vagabundo de turno para acusar a la orden de todo tipo de tropelías y pecados: no es que no tuvieran razón, lo que pasa es que tarde piaron. Si el Temple era una orden corrupta e enriquecida, lo sería desde muchos años antes de que al ávido rey de Francia se le ocurriera acusarlos de bichos amorales y besaculos. Una nocturna operación policial, precisas como pocas en la historia de Europa, acabó, como una sarisa que atraviesa cinco hoplitas, con todos los miembros de la orden en Francia, y el rey se hizo rico de la noche a la mañana. Y de la noche a la mañana, también, desaparecieron trescientos años de caballería cruzada en la que, por cierto, el abuelo de Felipe, San Luis, participó espada en alto y piedad por dentro. Tal como apareció, se esfumó el espíritu los templarios. ¿Completamente?
De ninguna manera.
Un ejemplo de la influencia del espíritu caballeresco de superación y lucha de los templarios está aún grabado en piedra, en la piedra de la famosa escalera de la Universidad de Salamanca: desde el primer escalón, podemos presenciar, como si fuera un cómic renacentista, el ascenso del estudiante por el camino caballeresco de la sabiduría: abejas, toros, putas, caballos, flores, bebida, orgías, matemáticas; todo se confabula para que no logre el objetivo final, esto es, graduarse de estudiante perfecto. Esto es, ser metáfora de Cristo. Curiosamente, el último obstáculo a vencer antes de graduarse es el enfrentamiento contra las hordas de moros, esos otros caballeros que tan buena relación tuvieron con los templarios y que tan mal fueron tratados por los «francos». Al final, el premio al esfuerzo: la unión con Cristo, que es el primer y más sabio caballero-estudiante. Erwin Panofsky llama a este camino de perfeccionamiento la «vertical constructiva». Tal cual Perceval, el Hombre Araña, Marco o Luke Skywalker. En el siguiente comentario está resumido lo que las figuras en bajorrelieve significaron el la época en que se esculpieron:

«El que los personajes sean caballeros es altamente significativo, en una ética en que la caballería y el espíritu caballeresco son el su­premo valor. Eran primordiales en la Corte de Borgoña, y, Carlos V, he­cho Caballero del Toisón antes de cumplir los dos años, en brazos de su aya, los mamó con la leche. Pero este mismo espíritu se respira en textos cumbres de la época: Erasmo de Rotterdam, cuyo pacifismo no puede ser puesto en duda, en su Enquiridión del caballero cristiano, título signi­ficativo, emplea constantemente metáforas militares y caballerescas. El simbolismo de la doma del caballo (...) aclara el valor moral del programa. Caballo y caballero forman una sola ima­gen en el ideal de caballería. El símbolo del toro alanceado, en clave moral, es evidentemente y una vez más, el triunfo sobre las pasiones; el toro, en lenguaje simbólico, es un doble del caballo, pero en su forma más primitiva y brutal, pues el caballo puede ser domado, el toro no. La cabalgata ascendente marca el triunfo del hom­bre que ha sabido doblegar sus pasiones y alcanzar un perfecto domi­nio de si mismo y de las fuerzas naturales. El triunfo militar aparente es la imagen del triunfo espiritual, tal como lo describe Erasmo en el Enquiridión. E1 símbolo del triunfo es la trompeta, que se encuentra en el dorso de la última pilastra, trompeta bíblica de los salmos, ángeles trompeteros del arte cristiano» [Paulette Gaubadan].

Al final, lo de siempre: el que quiera azul celeste, que le cueste. Nada se consigue sin esfuerzo y es lo que tratan de decirnos en su mudo lenguaje las figuritas de la escalera. Arriba del todo, por cierto, se encuentra la antigua Librería de la Universidad, que no es otra cosa que la Biblioteca antigua, donde se guardan unos magníficos «libros esféricos», los globos terráqueos. La única pega que yo le veo es el tinte militar de la aventura, inevitable para la época pero prescindible en la nuestra. Ya basta de ponernos retos como si fuéramos caballeros en un torneo medieval (pues reto es «incitar una persona a otra a que luche o compita con ella») y volvamos al pensamiento y resolución de problemas (que no en balde proviene del griego problema, propuesta). Flaco favor a la paz hacen los psicólogos tratando de que el lenguaje común cambie el saludable problema por el engorroso y belicista reto. En fin. Que Venezuela debería de estar llena de escaleras como la de Salamanca, para que la pereza que nos abunda tenga un incómodo recordatorio, y antes de que el felipe-el-hermoso de turno nos dé caza en una sola noche (o en una sola noche electoral) para saciar su ambición. Y acabe así con el sueño de nuestras cruzadas llenándonos más de retos que de problemas.

entradas anteriores

5.2.21

El placer es la puerta del conocimiento profundo

Hay que leer mucho, no muchas cosas.
Adagio útil como pocos, sobre todo en esta época en la que se lee más, pero no hay mejores libros (esos están esperándonos pacientemente en las bibliotecas). Por mi parte, debo decir que este consejo, escrito en su novena carta (Epistulae VII, 9, 15) por Caius Plinius Caecilius Secundus (Como, 63-Bitinia, 113, aprox.), mejor conocido como Plinio, el Joven, lo escuché por vez primera a nuestro profesor de Gramática, Lingüística y Filosofía de la Naturaleza, Jesús Olza, jesuita, de los pocos sabios que en el mundo son y del que ya he hablado en otras ocasiones y en las que se me presenten.
Pero hay dos problemas. Primero, como se trata de una adicción, con la lectura ocurre como con las otras adicciones: si un alcohólico es capaz de envenenarse con querosén para saciar la ansiedad de su abstinencia, un cocainómano no le hace ascos al vidrio molido si se da la necesidad y un adicto a los opiáceos es capaz de fumarse una lumpia, un lector vicioso puede engullir cualquier libro, por más lleno de gamelote y banalidades que esté. Y esto es lo que embrutece. Segundo, el mismo problema que con la coca, el miche y el monte: se lleva puesto. Cuando uno lee algo, leído queda, y es imposible borrarlo de nuestra cabeza. Como un meme perverso se instala en alguna neurona, esperando su día.
Mi solución es cobarde y perezosa: regreso a los mismos libros, los mansos, que me han dado por igual placer y gozo.
Placer. Es lo único que le pido a un libro.
Porque el placer es la puerta del conocimiento profundo.

entradas anteriores

3.2.21

Cuando el cuento te persigue a donde vas

Salgo una mañana a comprar el pan: un perro va detrás de mí, como husmeando en mis asuntos. Entro en el metro leyendo un libro sobre jirafas: en mi vagón hay un señor con un cuello tan largo como una llama boliviana. Me rasco la nuca, por si acaso. Un buitre da fúnebres vueltas sobre mi cabeza durante toda la tarde y yo tomo la previsión de bañarme a fondo. Me aburro en un autobús que va al centro de la ciudad y otro señor –creo que es un banquero famoso— se distrae pegando bolitas de moco en el asiento que tiene al lado. Una noche cruzo un descampado para ir a dormir y justo a mitad de camino se ven pasar tres estrellas fugaces que iluminan todo el campo, y obligan a los cocuyos a brillar más. Me cito con mi nuevo amor en una cafetería: cuando la veo de espaldas me le acerco para hacerle una ternura y descubro que se trata de otra muchacha que me gusta más. Instalo con ludopatía el juego de video que acabo de comprar y resulta que el personaje principal tiene el mismo rostro que yo; y, además, la canción del juego es una que me gustaba tararear cuando estaba en la escuela. Llego aturdido a una ciudad de catorce millones de habitantes en la que nunca he estado y saliendo del teatro me topo con alguien de la oficina, una vecina muy querida y el mejor amigo de mi infancia: el hombre del taxi nació en el mismo sitio que yo. Así sucede siempre.Los cuentos se me aparecen en los momentos menos oportunos. A veces muchos de ellos se juntan, forman un ejército y no me queda más remedio que prestarles atención, anotar cada una de sus penas, atender a sus reclamos, sin perder nada de lo que digan: allí comienza a gestarse otra novela.
entradas anteriores